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Las identidades nacionales del exilio republicano en América

La llegada a América representó una segunda oportunidad para los exiliados republicanos derrotados en la guerra civil española. Sin duda, hablar de toda América es un exceso en un texto tan breve, en la medida en que los exilios fueron muy diferentes, sobre todo si atendemos a los diversos contextos existentes en los distintos países de acogida y refugio. En todo caso, debemos pensar en identidades múltiples, donde factores ideológicos, sociales, regionales y culturales, representaron un papel fundamental a lo largo de los años de exilio. A pesar de esto, lo cierto es que América fue una esperanza para los exiliados en los primeros tiempos. Atrás dejaban los campos de concentración franceses y el horror de un conflicto que marcó sus vidas para siempre. Max Aub, probablemente el intelectual más lúcido del exilio, reflexionó sobre el papel crucial de la Guerra en sus vidas, sobre cómo ésta había marcado el destino de varias generaciones de españoles y cómo había transformado sus trayectorias vitales.

Aub

La vivencia del exilio conlleva inevitablemente la realización de un ejercicio introspectivo de cuestionamiento en torno a la identidad individual y también colectiva de quien lo padece. En el caso de los exiliados republicanos de 1939 que llegaron a América fueron varios los frentes que estuvieron presentes en ese sentido, algunos asociados a sus problemas de origen, otros vinculados con la necesidad de presentarse ante las sociedades de acogida. Los exiliados españoles necesitaban cumplir dos funciones básicas de carácter identitario desde la llegada a los países de destino; explicarse a sí mismos por qué estaban allí y presentarse ante las sociedades de acogida, evitando ser una oleada más de españoles en América, con los mismos intereses e intenciones que sus predecesores. Todo ello, en un continente del que la mayoría apenas tenía referencias precisas.

En primer lugar, los exiliados realizaron una afirmación de españolidad, frente a las acusaciones vertidas por el franquismo que los calificaba de representar la “antiEspaña”. Ellos, los exiliados, eran los verdaderos representantes de España, legitimados por el sufragio universal y desplazados de su lugar de origen por una conjunción de fuerzas reaccionarias y potencias extranjeras nazifascistas. En segundo lugar, su presencia en América distaba mucho de formar parte de la larga tradición española en el continente. Los exiliados no iban ni a conquistar, ni a explotar a los americanos, sino que iban a encontrarse con ellos, a conocerlos mejor, a hermanarse culturalmente y poner la fuerza de su trabajo y su intelecto al servicio de esos pueblos. Este es, sin duda, un tema relevante que, bien desde los discursos académicos, bien desde los discursos políticos, los exiliados españoles trataron de dejar claro desde el principio: esa notable diferencia con sus antepasados en América. Asociada a esta cuestión, surge un tercer elemento a la hora de analizar el proceso de construcción de una identidad propia, en un ambiente de profunda división interna, donde los exiliados que llegaban a América procedían de horizontes políticos, culturales e ideológicos diversos y enfrentados. Ideas como el “transtierro”, acuñada por José Gaos, trataban de consagrar una visión optimista del exilio, que reivindicaba una cierta continuidad en América de las vidas segadas en España. La estancia en América no podía ser interpretada como un destierro, sino como una segunda oportunidad en un contexto en el que los españoles podían continuar desarrollándose vital y profesionalmente. Con independencia de que este intento fuese un elemento acertado e incluyente para todo el colectivo, lo cierto es que se convirtió en un elemento recurrente, repetido hasta la saciedad y no solo en México sino en otros lugares del continente americano. La afirmación de la posibilidad de compaginar una visión radicalmente diferente de España, incluso del modo de relacionarse con América, desde la defensa de una españolidad a ultranza, fue uno de los signos compartidos de forma nítida.

Niños republicanos exiliados
(Niños republicanos exiliados)

Una vez definida, muy a grandes rasgos, esta identidad común de los españoles en América y el modo de presentarse ante las sociedades de acogida, es necesario atender a factores internos para entender su diversidad. En primer lugar, no todos los exiliados españoles de 1939 provenían de un mismo horizonte ideológico, ni compartían la lectura de lo ocurrido en España. La pluralidad de proyectos nacionales existentes dentro del exilio, incompatibles entre sí, mantuvieron una pugna por la hegemonía dentro del colectivo que, con altibajos, estuvo presente durante todo el periodo. En segundo lugar, la heterogénea composición social del exilio jugó un papel determinante a la hora de establecer grupos y espacios de relaciones muy diversas, en ocasiones confrontados, no pocas veces con nula interacción entre sí. Un tercer elemento que debemos tener en cuenta es la coexistencia de identidades nacionales asociadas a Cataluña, Euskadi y Galicia, que tuvieron desarrollos y espacios de sociabilidad propios con una fuerte presencia. Junto a estos, la variable regional también estuvo presente, siendo un elemento de acercamiento con las antiguas colonias de emigrantes.

Con el paso del tiempo y, sobre todo, con la pérdida de la esperanza de un pronto regreso a España a partir de mediados de los años cuarenta del siglo pasado, los exiliados tuvieron que afrontar la necesidad de transmitir ideas e imágenes de España a sus descendientes. Cómo debían relacionarse con los países de acogida, en ocasiones ya países de nacimiento, sin perder de vista España representaba un difícil equilibrio, resuelto de forma diferente en cada hogar de exiliados.

A largo plazo, América salió reforzada en importancia dentro de los discursos exiliados. Fueron muchos los que, soñando con el regreso de la democracia a España, plantearon la necesidad de entablar un nuevo marco de relaciones con el mundo latinoamericano. Bien desde propuestas federales o confederales, América debía formar parte de las prioridades de España, no solo como parte de la política exterior, sino como algo más profundo: una esfera de hermanamiento entre ambos lados del Atlántico marcados por una historia y una cultura común y diversa.

Jorge de Hoyos Puente
Universidad Nacional de Educación a Distancia

Idea y memoria de las Españas en la emigración

La nostalgia es una cualidad inherente al emigrante, para quien el país de origen es un recuerdo idealizado. En él confluye la memoria de la propia infancia, la familia y la comunidad, con una idea recibida y transportada de la nación de pertenencia. Con el tiempo, esa representación se torna híbrida, una mezcla de imágenes del pasado y de proyecciones de las vivencias del presente. La comunidad de origen puede tener además perfiles difusos. Muchos campesinos apenas habían conocido algo más que su entorno social y territorial más próximo; su representación de la comunidad de referencia podía ceñirse a un grupo etnocultural o una comunidad local. En la patria del emigrante convivían lo arcaico con lo exótico, los materiales culturales construidos en la diáspora con los trasplantados, y la virtud con la necesidad de prestigiarse ante la sociedad de recepción.

Entre los expatriados liberales del siglo XIX se gestó una idea de España acorde con los modelos políticos que pudieron contemplar de cerca. Una España quizás con rey, pero con constituciones y usos liberales, sin tipismos ni privilegios. También los había que proyectaban ejemplos entre los legitimismos europeos, desde los carlistas a los numerosos clérigos que España también exportó a Extremo Oriente, Europa y América.

La otra España peregrina era la representada por los emigrantes económicos que, a miles, salieron del país desde mediados del XIX con destino sobre todo a las urbes latinoamericanas. Entre ellos, expatriados republicanos que tras 1873 tomaron el camino de París o Buenos Aires y se convirtieron en líderes étnicos, que modulaban los proyectos identitarios del colectivo de emigrantes y elaboraban la imagen de la(s) patria(s) de origen en la distancia. Su huella se apreciaba en periódicos, asociaciones y fiestas. Se arrogaron además la función de mejores intérpretes y redentores de los males de la patria, espoleados por la experiencia migratoria y por la reacción ante la difusa pero persistente hispanofobia de varias sociedades receptoras, como se manifestó durante los años del conflicto cubano (1895-98).

Semejantes principios fueron compartidos por nuevos expatriados finiseculares, como los promotores de la primera Liga Republicana Española en la Argentina (1903), modelo extendido a otros países. Todos ellos estaban influidos por el regeneracionismo hispanoamericanista; consideraban la educación como la savia vivificadora y redentora del cuerpo de la nación, y promovían una reconquista de la influencia española en América en clave cultural y económica. Fueron buena expresión de ello campañas como la proclamación del doce de octubre como Día de la Raza (1917), o la eliminación de estrofas antihispánicas del himno argentino.

Centro gallego

Igualmente, entre las colectividades españolas de América, con especial incidencia en gallegos y asturianos, se registraron múltiples iniciativas tendentes a reformar y articular la sociedad civil desde abajo en sus terruños, sufragando escuelas u obras benéficas y culturales, pero también recaudando fondos para los sindicatos agrícolas de sus parroquias de origen. En los miles de fiestas celebradas en el Río de la Plata o Brooklyn, la nostalgia del terruño se mezclaba con el anhelo de regeneración, el pasodoble con el foxtrot, y Muñoz Seca con el sainete criollo. Se respiraba en ellas un aire de redención de la patria de origen. Para muchos, como el periodista asturiano Constantino Suárez Españolito (1924), era un “patriotismo lugareño”, además de “feo, pequeño”; sin embargo, era efectivo. El txistu y la gaita discutían sobre quién representaba mejor la españolidad en la ausencia, como recreaba el escritor F. Grandmontagne en 1899. Ni siquiera los anarquistas españoles de Buenos Aires, pese a su internacionalismo, dejaban de adherirse a una patria cuya forma de gobierno detestaban.

Otros patriotismos hicieron también su aparición entre los emigrantes, acusando en parte el influjo de la latente hispanofobia de los nacionalismos latinoamericanos. El nacionalismo vasco comenzó a trasplantarse y a ganar adeptos entre los emigrantes en América desde principios del siglo XX. El catalanismo también ganó adeptos entre los catalanes de Francia y América, quienes durante la dictadura de Primo de Rivera sostuvieron las iniciativas insurreccionales de Francesc Macià. En La Habana se elaboró en 1928 la primera Constitución para una República catalana. También el galleguismo alcanzó una proyección notable entre los numerosos gallegos de América antes de 1936. Y en Venezuela, a fines del siglo XIX, Secundino Delgado había soñado con la independencia de Canarias.

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Participantes en la confección de la primera Constitución para una República Catalana, en La Habana en 1928.

Si el advenimiento de la II República supuso para amplios sectores de las colectividades emigrantes una nueva imagen del país de origen, la Guerra Civil de 1936-39 trajo una escisión en los imaginarios ausentes sobre España. Así se reflejó en las divisiones en las asociaciones emigrantes entre prorrepublicanos y profranquistas, pero también en las peleas de café porteñas. Los exiliados en Francia, Mexico o Argentina se convirtieron en testigos de la memoria de una España republicana que aunaba modernidad, pluralidad etnocultural y justicia social. Mas esos postulados también fueron asumidos por miles de emigrantes económicos, entre ellos muchos descontentos con la situación sociopolítica de España, que se habían movilizado a favor de la República en 1936, o que tras 1946 encontraron en la emigración una salida a su malestar político y social. Revistas y ateneos, agrupaciones y círculos se fundieron con las iniciativas para dotar a las entidades de emigrantes de un significado democrático, que se fundía eclécticamente con la nostalgia patriotera de pasodobles y tonadillas. Los nuevos emigrantes que trabajaron en Europa occidental también experimentaron el Estado del Bienestar, el pluralismo político y sindical y la tolerancia. Ese aprendizaje también contribuyó a moldear la imagen de las Españas que querían a su vuelta.

Tras 1975, esa idea de España siguió presente entre los expatriados. Era tarde para que la mayoría de los exiliados retornasen. No lo fue para que lo hiciesen de modo paulatino numerosos económicos. Algo de las antiguas Españas transterradas permaneció en el interés de una parte significativa de ellos y sus descendientes por la política española, gracias a la participación electoral. Mas, pese a la globalización, la idea de las Españas en la emigración no siempre era y es igual a la que tienen los ciudadanos residentes en el país.

Xosé M. Núñez Seixas
(Ludwig-Maximilians-Universität, Múnich)

Dos exposiciones y la memoria histórica húngara

Este pasado julio de 2016 no sólo se cumplían los 80 años del estallido de la Guerra Civil española, sino que también tuvo lugar otro aniversario, menos célebre aunque igual de simbólico para los poderes hegemónicos e ideales que definieron aquella época: los XI Juegos Olímpicos de Berlín y la que quiso ser la contrapartida de estos, la Olimpiada Popular de Barcelona.

El Vera and Donald Blinken Open Society Archive de Budapest, archivo que forma parte de la Central European University, fundada por George Soros, dedica en las últimas semanas una exposición sobre aquellos dos eventos deportivos literalmente secuestrados por las grandes hegemonías políticas de la Europa de los años treinta. Titulada “Olympics and Politics – Berlin / Barcelona 1936”, se celebra casi en paralelo a los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro, dotándola de un marcado aire actual.

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La exposición en el OSA ha sido diseñada por el arquitecto húngaro Laszlo Rajk, hijo del famoso combatiente de las Brigadas Internacionales y héroe de la resistencia contra los nazis del mismo nombre. El destino de Laszlo Rajk padre fue, sin duda, paradigmático para muchos brigadistas procedentes de la Europa Central y del Este, quienes regresaban desde los frentes de la Guerra Civil y la Europa Occidental para sufrir represalias políticas, cárcel o hasta la muerte en las mazmorras del estalinismo. Laszlo Rajk fue un caso emblemático. Tras soportar torturas durante semanas, fue ahorcado por el terror del Régimen estalinista que él mismo, como Ministro del Interior de Hungría en los años 1946-1948, había contribuido a instaurar. Su esposa Julia, también militante comunista, fue encarcelada, mientras que su hijo Laszlo, de sólo tres meses, secuestrado e ingresado en un orfanato con nombre falso.

Diseñador de los decorados de la película “El hijo de Saul” (Palma de Oro, Cannes; Oscar a la mejor película no inglesa, 2016), con su diseño de la exposición en el OSA, Laszlo Rajk buscaba visualizar la competitividad política y estética entre ambas olimpiadas: la nazi, inmortalizada por las famosas imágenes de Leni Riefenstahl, y la popular barcelonesa, promovida por organizaciones obreras y partidos comunistas, estéticamente exponente del realismo social.

La Olimpiada Popular barcelonesa pretendía ser una respuesta universal, popular y democrática al gran acto de propaganda política de Hitler. Nunca llegó a celebrarse. Un día antes de su planeada inauguración, el general Franco dio el golpe de Estado. Muchos obreros llegados de todo el mundo a la ciudad optaron por quedarse en España y combatir por la República española y contra el Fascismo. La ciudad, llena aún de decoraciones y carteles con deportistas-obreros, devino un escenario de guerra. La Olimpiada truncada, al igual que el fin de la República española, sepultó los sueños y las esperanzas de muchas personas en el fango de la violencia. El himno compuesto por uno de los poetas catalanes más sublimes, Josep Maria de Sagarra, fue silenciado por las descargas de las armas y quien iba a dirigir el concierto inaugural, Pau Casals, una de las mayores autoridades musicales y espirituales del siglo XX, pronto tendría que emprender el camino del exilio.

La exposición en el OSA se ha realizado -cabe señalarlo específicamente- con un claro objetivo político. Recientemente, Victor Orban, el cuasi autoritario gobernante de Hungría elegido democráticamente, se ha propuesto presentar la candidatura de su pequeño país como anfitrión de unos Juegos Olímpicos. Para quienes gestionan la política cultural del Open Society Archive, las comparaciones entre Orban y Hitler son pertinentes y recordar la controvertida Olimpiada nazi, en ese preciso contexto, tiene -me lo han dicho- un claro valor de denuncia de esos planes de Victor Orban.

Pero en el año 2016 se cumple también otro aniversario, de un acontecimiento que quizá sea el más relevante para la historia reciente de Hungría. En octubre se conmemorarán los sesenta años de la sublevación popular contra la dominación soviética; el levantamiento comúnmente denominado “la Revolución Húngara”.

En el contexto de la desestalinización, el llamado “deshielo” de los años posteriores a la muerte de Josif Stalin (1953), las democracias populares centroeuropeas pretendieron someter a revisión la relación que ligaba sus países a la URSS. Un importante factor que contribuyó al estallido popular húngaro fueron las huelgas de Poznan, de junio de 1956, que permitieron conseguir, pese a la represión en la que murieron decenas de personas, ciertas reformas políticas y mejoras de las condiciones laborales de los obreros polacos. Pero, simbólicamente, el detonante directo para la revuelta húngara fueron las exequias que acompañaron el re-entierro de Laszlo Rajk y su rehabilitación pública en el marco de la desestalinización.

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El 6 de octubre, coincidiendo con una fiesta nacional húngara, para honrar la memoria de Rajk, 250.000 personas salieron a las calles de Budapest, en una expresión de crisis de conciencias nacional sin precedentes en la posguerra. Una vez desencadenadas las fuertes emociones, tan sólo dos semanas después, el 23 de octubre, estallaba la protesta de los estudiantes y obreros, que pronto desembocaría en una gran revuelta popular contra el poder soviético y a favor de la liberalización del sistema. La tragedia representada por la Revolución Húngara marcó un límite para las revisiones políticas y las reformas en el marco del deshielo. Como consecuencia de una represión que impactó al mundo entero, y que globalmente originó uno de los desengaños definitivos acerca del comunismo soviético, 200.000 personas acabarían por exiliarse del país, 200 fueron fusiladas o enviadas a la horca, y miles acabarían encarceladas durante largos años.

Una relevante institución de Budapest -específicamente dedicada a las políticas de la memoria-, el Museo del Terror, ha organizado recientemente una exposición que recuerda la tragedia colectiva originada por la brutal intervención del ejército soviético y la posterior represión. Por justificada que resulte esta necesidad de conmemorar a las víctimas del año 1956, globalmente, las políticas de la memoria desarrolladas por esta institución han sido, no obstante, objeto de una fuerte polémica. Al ocuparse casi en exclusiva de la violencia política durante la dominación soviética, el museo desatiende intencionadamente el largo capítulo asociado al Fascismo húngaro y la política colaboracionista, llevada a cabo por el Gobierno del partido fascista húngaro, el Partido de la Cruz Flechada. Este revisionismo, denunciado por muchos intelectuales húngaros, supone confundir las proporciones en el debate sobre la represión política en el pasado e impide a los húngaros encarar críticamente su difícil historia. Así, para el director del OSA, el historiador Istvan Rev, el Museo del Terror es una institución filofascista que intencionadamente pretende ignorar el pasado fascista de Hungría y la colaboración de su Gobierno y la sociedad con los nazis .

Las políticas públicas de la memoria, en vez de avivar, una y otra vez, los fuertes sentimientos nacionalistas, utilizando para ello imágenes explícitas de la violencia soviética, tal vez deberían intentar promover una mayor conciencia autocrítica acerca de la parte de responsabilidad correspondiente a la sociedad húngara en las violencias del pasado. Porque cabe señalar que, después del choque del año 1956, Hungría vivió, de manera bastante cómoda, el resto del periodo comunista bajo el mandato de Janos Kadar, el verdugo de Rajk, en el marco de un sistema bautizado como el “comunismo goulash”, políticamente evolucionado y con una economía de las más desarrolladas de todo el bloque. La Transición final a la democracia en Hungría no tuvo absolutamente nada que ver con una revolución, ni siquiera pacífica (como la de Solidaridad, de Polonia) ni de terciopelo (la de Checoslovaquia), sino que se asemejó bastante a un pragmático cambio de guardia, o a una entrega voluntaria del poder por parte del aparato comunista. Sin duda, en gran parte fue así porque los húngaros mantenían un vivo recuerdo de la brutal represión del 56 y nadie quiso repetir aquella tragedia.

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Sin embargo, según Laszlo Rajk, un relevante líder opositor, precisamente por esa suave mutación del sistema, que no permitió una confrontación real y profunda de la sociedad húngara con la podredumbre moral y política creada durante la época de la dictadura, así como la anterior, marcada por la colaboración con el Nazismo, ha quedado pendiente para el país afrontar críticamente su memoria histórica del siglo XX. El papel histórico desarrollado por Hungría al lado de Alemania nazi jamás fue discutido ni confrontado colectivamente, aunque tampoco lo fue el general acuerdo y el cómodo consentimiento a la violencia encubierta durante el periodo comunista.

Hungría nunca ha podido llevar a cabo un serio examen de su difícil memoria histórica del siglo XX y sus líderes fallaron en conducir a su sociedad a una confrontación crítica y ambiciosa con su propia historia y sus múltiples tragedias y responsabilidades colectivas. Precisamente en el contexto de aquel vacío ideológico, Victor Orban fue el único que comenzó a explotar sin pudor las emociones del pasado y supo jugar con avivar los sentimientos de victimización colectiva, en vez de confrontar a los húngaros con la dura conciencia acerca de su propia parte de responsabilidad por el destino de su país en el siglo XX.

La ausencia de una memoria histórica crítica colectiva en la joven democracia húngara ha dado como resultado la hegemonía política actual de un líder antieuropeo y extremadamente nacionalista, que goza de una gran popularidad, y que -para desesperación de tantos húngaros liberales, socialistas y europeístas- no cuenta con ningún rival político. Muchos intelectuales, muchos de los que en su día lucharon activamente contra el comunismo, temen ahora una deriva aún más decisiva de su país hacia el autoritarismo y un nacionalismo aún más combativo y xenófobo. Temen finalmente también -y especialmente tras ese acto de vandalismo político representado por el referéndum del Brexit-, la salida de Hungría de la Unión Europa o su acercamiento, aún más evidente, a la Rusia de Putin.

Olga Glondys (GEXEL-CEFID-Universidad Autónoma de Barcelona)