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América en el imaginario de los intelectuales españoles entre la vieja y la nueva España

Las independencias de las colonias americanas fraguadas en las primeras décadas del siglo XIX y las de Cuba y Puerto Rico a finales del mismo hicieron surgir nuevos países, cuyas élites, para afirmar su nueva identidad nacional, recurrieron a un discurso intelectualmente bélico contra la metrópoli. La imagen de “España” en el ideario de estas minorías criollas no distaba mucho de la que Masson de Morvilliers describió en la Enciclopedie Méthodique a finales del siglo XVIII y de la construida como leyenda negra de la Monarquía Hispánica: un país atrasado y bárbaro, preso de las tinieblas de la Inquisición eclesiástica y de una nobleza retardataria.

La pérdida de las colonias americanas fue para los intelectuales españoles del XIX una de las más claras muestras de la decadencia de España o incluso, como expresa Ángel Ganivet en su Idearium español, de una historia que había desviado su rumbo desde que Carlos V fue proclamado emperador “apenas constituida” España “en Nación”, porque “nuestro espíritu –añade Ganivet– se sal[ió] del cauce que le estaba marcado y se derram[ó] por todo el mundo en busca de glorias externas y vanas”.

La conmemoración en 1892 del descubrimiento de América, “maravilloso y sobrehumano acontecimiento” en palabras de Marcelino Menéndez Pelayo, dio lugar a varias iniciativas para estrechar los lazos intelectuales con los países de América. La Real Academia Española encargó al autor montañés una Antología de poetas hispano-americanos. Como otros muchos intelectuales –Miguel de Unamuno es un buen representante–, Menéndez Pelayo destacó la comunidad lingüística que formaban España y los países americanos. Si muchos aspectos de la conquista y de la colonización eran discutibles, la extensión del idioma español en América, desde río Bravo hasta Tierra de Fuego, era un elemento que mostraba la potencialidad de la cultura española, cuya literatura, según afirma Menéndez Pelayo en la introducción, se escribía a ambos lados del Atlántico para cincuenta millones de hispanohablantes. Su interés por la literatura hispanoamericana era grande desde tiempo atrás y mantenía una abundante correspondencia transatlántica. Don Marcelino fue, en general, muy respetado en América, y a su muerte un grupo de emigrantes españoles en Argentina, encabezados por Avelino Gutiérrez, quiso hacerse con su biblioteca, pero, al haber sido ésta donada al Ayuntamiento de Santander, emplearon el dinero recaudado para constituir la Cátedra Menéndez Pelayo, la cual fue inaugurada por Ramón Menéndez Pidal en 1914. Promovida por la Institución Cultural Española, y en estrecha colaboración con la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas (JAE), fue ocupada sucesivamente por algunos de los intelectuales y científicos españoles más reconocidos como el filósofo José Ortega y Gasset, el matemático Julio Rey Pastor, el economista Luis Olariaga, el fisiólogo August Pi i Sunyer, el físico Blas Cabrera, el filósofo Eugeni D’Ors, el historiador Américo Castro, la pedagoga María de Maeztu, el filósofo Manuel García Morente, y los doctores Gonzalo Rodríguez Lafora, Gustavo Pittaluga, Pío del Río Hortega y Gregorio Marañón, entre otros.

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Precursores de estos viajes fueron los de Rafael Altamira y Adolfo Posada entre 1909 y 1910 a varios países hispanoamericanos con el fin de restablecer las relaciones científicas e intelectuales. Dentro del espíritu de reformismo social y político que inspiraba el krausoinstitucionismo, sus recomendaciones quedaron plasmadas en libros como el de Posada Relaciones científicas con América (Argentina, Chile, Paraguay y Uruguay), publicado en 1911.

Eran momentos en los que el discurso de Ernest Renan y Edmond Demolins sobre la superioridad de las razas anglosajonas en comparación con las latinas tenía predicamento. Altamira, Posada y luego Ortega empezaron a mostrar en América una España muy distinta de la que el filósofo denominó “oficial”: un país cuyos universitarios habían salido a formarse al extranjero y conocían bien las corrientes científicas de la época. Para las colectividades españolas, esta nueva imagen era un capital simbólico importante en su lucha por el dominio de espacios sociales y políticos en competencia con otras colectividades inmigrantes y con las élites criollas.

Los viajes de los intelectuales españoles sirvieron para intensificar las relaciones con intelectuales americanos y construir redes científicas y literarias, pero no fueron el único mecanismo de imbricación de dichas redes. La prensa, las revistas culturales y científicas y el tráfico editorial de libros entre uno y otro lado del Atlántico fueron también fundamentales. Los diarios y revistas de Hispanoamérica acogieron desde finales del siglo XIX con asiduidad artículos de intelectuales españoles como los citados Altamira, Posada, Ortega, Unamuno, y también Vicente Blasco Ibáñez, Azorín, Ramiro de Maeztu, Francisco Grandmontagne, etc., al tiempo que, aunque en menor medida, intelectuales hispanoamericanos publicaban en los medios españoles y Revista de Occidente recogía textos de Victoria Ocampo, Alfonso Reyes, Pablo Neruda o Jorge Luis Borges. Muchos intelectuales españoles sintieron, en palabras de Ortega, “un afán hacia América”, tierra abierta de posibilidades, pero España sólo podía esperar contar allí si se conseguía, según el filósofo, “estrangular el tópico inepto de la fraternidad hispanoamericana”.

Varios gobiernos hicieron un esfuerzo importante para reconstruir las relaciones intelectuales con América a través de organismos como la JAE o el Centro de Estudios Históricos. Intelectuales como Américo Castro, impulsor de la sección hispanoamericana de este Centro, y Federico de Onís, director del Hispanic Institute de la Columbia University de Nueva York, ejercieron funciones claves. Este último, por ejemplo, fomentó los estudios hispánicos en Estados Unidos y difundió allí la obra de numerosos escritores españoles.

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La labor de los intelectuales liberales por presentar en América una España nueva y establecer relaciones de igual a igual con las comunidades hispanoamericanas se rompió con la quiebra que en tantos aspectos supuso la Guerra Civil. El retorno a una visión imperialista de España, en la línea de las ideas de Menéndez Pelayo, rompió con estos fructíferos precedentes, aunque el exilio sirvió para estrechar lazos por nuevas vías. La Defensa de la Hispanidad de Maeztu se convirtió en referencia con su reivindicación de una “Monarquía misionera” que había propagado la fe e impulsado la civilización católica en las Indias.

Javier Zamora Bonilla
(Universidad Complutense de Madrid)