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Dos exposiciones y la memoria histórica húngara

Este pasado julio de 2016 no sólo se cumplían los 80 años del estallido de la Guerra Civil española, sino que también tuvo lugar otro aniversario, menos célebre aunque igual de simbólico para los poderes hegemónicos e ideales que definieron aquella época: los XI Juegos Olímpicos de Berlín y la que quiso ser la contrapartida de estos, la Olimpiada Popular de Barcelona.

El Vera and Donald Blinken Open Society Archive de Budapest, archivo que forma parte de la Central European University, fundada por George Soros, dedica en las últimas semanas una exposición sobre aquellos dos eventos deportivos literalmente secuestrados por las grandes hegemonías políticas de la Europa de los años treinta. Titulada “Olympics and Politics – Berlin / Barcelona 1936”, se celebra casi en paralelo a los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro, dotándola de un marcado aire actual.

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La exposición en el OSA ha sido diseñada por el arquitecto húngaro Laszlo Rajk, hijo del famoso combatiente de las Brigadas Internacionales y héroe de la resistencia contra los nazis del mismo nombre. El destino de Laszlo Rajk padre fue, sin duda, paradigmático para muchos brigadistas procedentes de la Europa Central y del Este, quienes regresaban desde los frentes de la Guerra Civil y la Europa Occidental para sufrir represalias políticas, cárcel o hasta la muerte en las mazmorras del estalinismo. Laszlo Rajk fue un caso emblemático. Tras soportar torturas durante semanas, fue ahorcado por el terror del Régimen estalinista que él mismo, como Ministro del Interior de Hungría en los años 1946-1948, había contribuido a instaurar. Su esposa Julia, también militante comunista, fue encarcelada, mientras que su hijo Laszlo, de sólo tres meses, secuestrado e ingresado en un orfanato con nombre falso.

Diseñador de los decorados de la película “El hijo de Saul” (Palma de Oro, Cannes; Oscar a la mejor película no inglesa, 2016), con su diseño de la exposición en el OSA, Laszlo Rajk buscaba visualizar la competitividad política y estética entre ambas olimpiadas: la nazi, inmortalizada por las famosas imágenes de Leni Riefenstahl, y la popular barcelonesa, promovida por organizaciones obreras y partidos comunistas, estéticamente exponente del realismo social.

La Olimpiada Popular barcelonesa pretendía ser una respuesta universal, popular y democrática al gran acto de propaganda política de Hitler. Nunca llegó a celebrarse. Un día antes de su planeada inauguración, el general Franco dio el golpe de Estado. Muchos obreros llegados de todo el mundo a la ciudad optaron por quedarse en España y combatir por la República española y contra el Fascismo. La ciudad, llena aún de decoraciones y carteles con deportistas-obreros, devino un escenario de guerra. La Olimpiada truncada, al igual que el fin de la República española, sepultó los sueños y las esperanzas de muchas personas en el fango de la violencia. El himno compuesto por uno de los poetas catalanes más sublimes, Josep Maria de Sagarra, fue silenciado por las descargas de las armas y quien iba a dirigir el concierto inaugural, Pau Casals, una de las mayores autoridades musicales y espirituales del siglo XX, pronto tendría que emprender el camino del exilio.

La exposición en el OSA se ha realizado -cabe señalarlo específicamente- con un claro objetivo político. Recientemente, Victor Orban, el cuasi autoritario gobernante de Hungría elegido democráticamente, se ha propuesto presentar la candidatura de su pequeño país como anfitrión de unos Juegos Olímpicos. Para quienes gestionan la política cultural del Open Society Archive, las comparaciones entre Orban y Hitler son pertinentes y recordar la controvertida Olimpiada nazi, en ese preciso contexto, tiene -me lo han dicho- un claro valor de denuncia de esos planes de Victor Orban.

Pero en el año 2016 se cumple también otro aniversario, de un acontecimiento que quizá sea el más relevante para la historia reciente de Hungría. En octubre se conmemorarán los sesenta años de la sublevación popular contra la dominación soviética; el levantamiento comúnmente denominado “la Revolución Húngara”.

En el contexto de la desestalinización, el llamado “deshielo” de los años posteriores a la muerte de Josif Stalin (1953), las democracias populares centroeuropeas pretendieron someter a revisión la relación que ligaba sus países a la URSS. Un importante factor que contribuyó al estallido popular húngaro fueron las huelgas de Poznan, de junio de 1956, que permitieron conseguir, pese a la represión en la que murieron decenas de personas, ciertas reformas políticas y mejoras de las condiciones laborales de los obreros polacos. Pero, simbólicamente, el detonante directo para la revuelta húngara fueron las exequias que acompañaron el re-entierro de Laszlo Rajk y su rehabilitación pública en el marco de la desestalinización.

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El 6 de octubre, coincidiendo con una fiesta nacional húngara, para honrar la memoria de Rajk, 250.000 personas salieron a las calles de Budapest, en una expresión de crisis de conciencias nacional sin precedentes en la posguerra. Una vez desencadenadas las fuertes emociones, tan sólo dos semanas después, el 23 de octubre, estallaba la protesta de los estudiantes y obreros, que pronto desembocaría en una gran revuelta popular contra el poder soviético y a favor de la liberalización del sistema. La tragedia representada por la Revolución Húngara marcó un límite para las revisiones políticas y las reformas en el marco del deshielo. Como consecuencia de una represión que impactó al mundo entero, y que globalmente originó uno de los desengaños definitivos acerca del comunismo soviético, 200.000 personas acabarían por exiliarse del país, 200 fueron fusiladas o enviadas a la horca, y miles acabarían encarceladas durante largos años.

Una relevante institución de Budapest -específicamente dedicada a las políticas de la memoria-, el Museo del Terror, ha organizado recientemente una exposición que recuerda la tragedia colectiva originada por la brutal intervención del ejército soviético y la posterior represión. Por justificada que resulte esta necesidad de conmemorar a las víctimas del año 1956, globalmente, las políticas de la memoria desarrolladas por esta institución han sido, no obstante, objeto de una fuerte polémica. Al ocuparse casi en exclusiva de la violencia política durante la dominación soviética, el museo desatiende intencionadamente el largo capítulo asociado al Fascismo húngaro y la política colaboracionista, llevada a cabo por el Gobierno del partido fascista húngaro, el Partido de la Cruz Flechada. Este revisionismo, denunciado por muchos intelectuales húngaros, supone confundir las proporciones en el debate sobre la represión política en el pasado e impide a los húngaros encarar críticamente su difícil historia. Así, para el director del OSA, el historiador Istvan Rev, el Museo del Terror es una institución filofascista que intencionadamente pretende ignorar el pasado fascista de Hungría y la colaboración de su Gobierno y la sociedad con los nazis .

Las políticas públicas de la memoria, en vez de avivar, una y otra vez, los fuertes sentimientos nacionalistas, utilizando para ello imágenes explícitas de la violencia soviética, tal vez deberían intentar promover una mayor conciencia autocrítica acerca de la parte de responsabilidad correspondiente a la sociedad húngara en las violencias del pasado. Porque cabe señalar que, después del choque del año 1956, Hungría vivió, de manera bastante cómoda, el resto del periodo comunista bajo el mandato de Janos Kadar, el verdugo de Rajk, en el marco de un sistema bautizado como el “comunismo goulash”, políticamente evolucionado y con una economía de las más desarrolladas de todo el bloque. La Transición final a la democracia en Hungría no tuvo absolutamente nada que ver con una revolución, ni siquiera pacífica (como la de Solidaridad, de Polonia) ni de terciopelo (la de Checoslovaquia), sino que se asemejó bastante a un pragmático cambio de guardia, o a una entrega voluntaria del poder por parte del aparato comunista. Sin duda, en gran parte fue así porque los húngaros mantenían un vivo recuerdo de la brutal represión del 56 y nadie quiso repetir aquella tragedia.

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Sin embargo, según Laszlo Rajk, un relevante líder opositor, precisamente por esa suave mutación del sistema, que no permitió una confrontación real y profunda de la sociedad húngara con la podredumbre moral y política creada durante la época de la dictadura, así como la anterior, marcada por la colaboración con el Nazismo, ha quedado pendiente para el país afrontar críticamente su memoria histórica del siglo XX. El papel histórico desarrollado por Hungría al lado de Alemania nazi jamás fue discutido ni confrontado colectivamente, aunque tampoco lo fue el general acuerdo y el cómodo consentimiento a la violencia encubierta durante el periodo comunista.

Hungría nunca ha podido llevar a cabo un serio examen de su difícil memoria histórica del siglo XX y sus líderes fallaron en conducir a su sociedad a una confrontación crítica y ambiciosa con su propia historia y sus múltiples tragedias y responsabilidades colectivas. Precisamente en el contexto de aquel vacío ideológico, Victor Orban fue el único que comenzó a explotar sin pudor las emociones del pasado y supo jugar con avivar los sentimientos de victimización colectiva, en vez de confrontar a los húngaros con la dura conciencia acerca de su propia parte de responsabilidad por el destino de su país en el siglo XX.

La ausencia de una memoria histórica crítica colectiva en la joven democracia húngara ha dado como resultado la hegemonía política actual de un líder antieuropeo y extremadamente nacionalista, que goza de una gran popularidad, y que -para desesperación de tantos húngaros liberales, socialistas y europeístas- no cuenta con ningún rival político. Muchos intelectuales, muchos de los que en su día lucharon activamente contra el comunismo, temen ahora una deriva aún más decisiva de su país hacia el autoritarismo y un nacionalismo aún más combativo y xenófobo. Temen finalmente también -y especialmente tras ese acto de vandalismo político representado por el referéndum del Brexit-, la salida de Hungría de la Unión Europa o su acercamiento, aún más evidente, a la Rusia de Putin.

Olga Glondys (GEXEL-CEFID-Universidad Autónoma de Barcelona)