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Un pasado volcado hacia el futuro: El V Centenario y el nacionalismo español del PSOE

Durante la década de los ochenta, los signos de identidad democrática de la Nación española reactualizaron, no sin ambigüedad, una serie de referencias históricas, si bien, paradójicamente, dichas referencias fueron vaciadas de su significado profundo y convertidas en mero simulacro del pasado. Por lo tanto, no puede sorprender que los actos de 1992, “el año de España”, en el que el PSOE hizo coincidir estratégicamente los Juegos Olímpicos de Barcelona, la Exposición Universal de Sevilla y Madrid Capital Cultural Europea, girasen en torno a la conmemoración fastuosa del V Centenario del Descubrimiento de América.

Los socialistas se basaron, una vez más, en la evocación histórica del lejano pasado americano, como ya habían hecho las élites decimonónicas. Unos años antes, en 1987, tras haber abandonado definitivamente la propuesta de convertir el 6 de diciembre, día de la ratificación en referéndum de la Constitución de 1978, en la principal fiesta nacional, el PSOE estableció el 12 de octubre como fecha fundadora de la identidad española.

La UCD había creado en 1981 una Comisión para la Conmemoración del V Centenario. Además, el rey Juan Carlos, como había hecho su abuelo Alfonso XIII en Sevilla en 1929, había manifestado ya en 1976 la importancia de una exposición universal en la que los pueblos iberoamericanos pudiesen presentar al mundo sus valores.

Fundándose el proceso de transición política a la democracia en una profunda movilización de las identidades periféricas y en el estigma del nacionalismo español como legado franquista, los socialistas mantuvieron una actitud de perfil bajo en relación con los símbolos nacionales.  Semejante retórica se mantuvo dentro de límites prudentes por varias razones. En el propio seno del partido socialista no existía una única idea de España, sino que esta era más bien heterogénea.

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El presidente del Gobierno, Felipe González, asumió, por consiguiente, un discurso neopatriótico moderado, el cual, recuperando la tradición de cuño institucionista y regeneracionista, ligaba a España con la modernidad, el europeísmo y la solidaridad interregional simétrica. Dado que el pasado reciente aparecía conflictivo, los socialistas, buscando un consenso social transversal, prefirieron volverse hacia un pasado mítico con la intención de reinterpretarlo bajo el prisma de los principios constitucionales de 1978.

Ya en el último tercio del siglo XIX la corriente progresista del movimiento hispanoamericanista había teorizado acerca de una regeneración de España que debía pasar por su proyección exterior, en particular a través de sus vínculos con la América hispánica. También en parte del pensamiento de los republicanos exiliados en América se habían originado reflexiones en esa dirección.

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El PSOE no inventó nada nuevo; por el contrario, basó su proyecto identitario en una noción liberal de Hispanidad: la construcción de una comunidad de naciones hispánicas debería ser beneficiosa para todos los miembros y no apoyarse en nociones de raza o religión, sino en la lengua y la cultura comunes. Uno de los productos del V Centenario fue, de hecho, la creación en 1991 de la red de centros del Instituto Cervantes, así como la Casa de América, un consorcio público que insistía en la divulgación de la cultura hispánica.

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Es importante añadir que los actos de conmemoración de 1492 se vieron particularmente favorecidos por los intereses diplomáticos y económicos de los socialistas que buscaron reforzar la integración atlántica, haciendo de España el puente entre Europa y América. El V Centenario sirvió también para instituir las Cumbres Iberoamericanas y, en paralelo, se intentó dar un mayor protagonismo a la participación española en Naciones Unidas a través de programas de pacificación y cooperación en Nicaragua y El Salvador  (ONUCA, 1989).

El nuevo nacionalismo español debía exportar con orgullo a América Latina y al mundo entero el modelo de democratización puesto en marcha a partir de 1975, una transición convertida en el relato de un éxito sin precedentes capaz de subvertir la Leyenda Negra que había tiznado la imagen nacional durante siglos. Esto parecía, por otra parte, aún más estratégico en un momento en el que los focos recaían dramáticamente sobre el PSOE a causa de numerosos casos de corrupción  (de Filesa a Ibercorp).

Con el final de la Guerra Fría, en fin, la construcción de una Comunidad Iberoamericana venía a representar un modelo futuro de intercambio cultural entre el Norte y el Sur del mundo. De hecho, los procesos de nation-building de finales del siglo XX tuvieron que reorientar su retórica en virtud de los nuevos retos que proponían la globalización, la migración y la autonomía local.

El V Centenario trató de esbozar, de hecho, una idea transnacional de España. Por ejemplo, la Expo de Sevilla se basó en una idea casi obsesiva de red y comunicación, visible en la constante presencia de pantallas, la exhibición de los primeros modelos de telefonía móvil y la construcción de la línea ferroviaria de Alta Velocidad entre Sevilla y Madrid.

Dicho lo cual, lo que resulta sorprendente es el hecho de que, en la Expo, la historia de España fuese finalmente ocultada.  Ni siquiera se erigió un busto en recuerdo de Cristóbal Colón en la isla de la Cartuja. Ciertamente se recordaron de forma individual figuras concretas, caso de Cervantes o Fray Bartolomé de las Casas. Sin embargo, en conjunto, el vacío histórico dominó un evento que se valió del pasado para proyectarse desmemoriadamente hacia el futuro y exaltar de forma espectacular la modernidad de los instrumentos de comunicación entre países, como quedó de manifiesto, por ejemplo, con la reconstrucción de las carabelas de Colón.

Esta vez fueron los dirigentes socialistas quienes desearon reactualizar aquel momento considerado glorioso de unificación y reconciliación bajo una única Corona de los reinos españoles; momento interpretado, además, simultáneamente como fruto de la curiosidad renacentista de una Europa respecto a la cual España quería presentarse como parte integrante. Se hizo especial énfasis, por eso mismo, en la obra civil española realizada en el continente americano, se condenó la expulsión de los judíos y se confirmó la centralidad de la cultura árabe para el país (Programma Sefarad 92 y Al-Andalus): paradójicamente, alterando la realidad histórica, 1492 fue interpretado por el PSOE como el culmen de una España sincrética y mestiza, cuya proyección americana no era sino un reflejo ulterior en clave global.

Giulia Quaggio
(Universidad de Sheffield)

Las identidades nacionales del exilio republicano en América

La llegada a América representó una segunda oportunidad para los exiliados republicanos derrotados en la guerra civil española. Sin duda, hablar de toda América es un exceso en un texto tan breve, en la medida en que los exilios fueron muy diferentes, sobre todo si atendemos a los diversos contextos existentes en los distintos países de acogida y refugio. En todo caso, debemos pensar en identidades múltiples, donde factores ideológicos, sociales, regionales y culturales, representaron un papel fundamental a lo largo de los años de exilio. A pesar de esto, lo cierto es que América fue una esperanza para los exiliados en los primeros tiempos. Atrás dejaban los campos de concentración franceses y el horror de un conflicto que marcó sus vidas para siempre. Max Aub, probablemente el intelectual más lúcido del exilio, reflexionó sobre el papel crucial de la Guerra en sus vidas, sobre cómo ésta había marcado el destino de varias generaciones de españoles y cómo había transformado sus trayectorias vitales.

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La vivencia del exilio conlleva inevitablemente la realización de un ejercicio introspectivo de cuestionamiento en torno a la identidad individual y también colectiva de quien lo padece. En el caso de los exiliados republicanos de 1939 que llegaron a América fueron varios los frentes que estuvieron presentes en ese sentido, algunos asociados a sus problemas de origen, otros vinculados con la necesidad de presentarse ante las sociedades de acogida. Los exiliados españoles necesitaban cumplir dos funciones básicas de carácter identitario desde la llegada a los países de destino; explicarse a sí mismos por qué estaban allí y presentarse ante las sociedades de acogida, evitando ser una oleada más de españoles en América, con los mismos intereses e intenciones que sus predecesores. Todo ello, en un continente del que la mayoría apenas tenía referencias precisas.

En primer lugar, los exiliados realizaron una afirmación de españolidad, frente a las acusaciones vertidas por el franquismo que los calificaba de representar la “antiEspaña”. Ellos, los exiliados, eran los verdaderos representantes de España, legitimados por el sufragio universal y desplazados de su lugar de origen por una conjunción de fuerzas reaccionarias y potencias extranjeras nazifascistas. En segundo lugar, su presencia en América distaba mucho de formar parte de la larga tradición española en el continente. Los exiliados no iban ni a conquistar, ni a explotar a los americanos, sino que iban a encontrarse con ellos, a conocerlos mejor, a hermanarse culturalmente y poner la fuerza de su trabajo y su intelecto al servicio de esos pueblos. Este es, sin duda, un tema relevante que, bien desde los discursos académicos, bien desde los discursos políticos, los exiliados españoles trataron de dejar claro desde el principio: esa notable diferencia con sus antepasados en América. Asociada a esta cuestión, surge un tercer elemento a la hora de analizar el proceso de construcción de una identidad propia, en un ambiente de profunda división interna, donde los exiliados que llegaban a América procedían de horizontes políticos, culturales e ideológicos diversos y enfrentados. Ideas como el “transtierro”, acuñada por José Gaos, trataban de consagrar una visión optimista del exilio, que reivindicaba una cierta continuidad en América de las vidas segadas en España. La estancia en América no podía ser interpretada como un destierro, sino como una segunda oportunidad en un contexto en el que los españoles podían continuar desarrollándose vital y profesionalmente. Con independencia de que este intento fuese un elemento acertado e incluyente para todo el colectivo, lo cierto es que se convirtió en un elemento recurrente, repetido hasta la saciedad y no solo en México sino en otros lugares del continente americano. La afirmación de la posibilidad de compaginar una visión radicalmente diferente de España, incluso del modo de relacionarse con América, desde la defensa de una españolidad a ultranza, fue uno de los signos compartidos de forma nítida.

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(Niños republicanos exiliados)

Una vez definida, muy a grandes rasgos, esta identidad común de los españoles en América y el modo de presentarse ante las sociedades de acogida, es necesario atender a factores internos para entender su diversidad. En primer lugar, no todos los exiliados españoles de 1939 provenían de un mismo horizonte ideológico, ni compartían la lectura de lo ocurrido en España. La pluralidad de proyectos nacionales existentes dentro del exilio, incompatibles entre sí, mantuvieron una pugna por la hegemonía dentro del colectivo que, con altibajos, estuvo presente durante todo el periodo. En segundo lugar, la heterogénea composición social del exilio jugó un papel determinante a la hora de establecer grupos y espacios de relaciones muy diversas, en ocasiones confrontados, no pocas veces con nula interacción entre sí. Un tercer elemento que debemos tener en cuenta es la coexistencia de identidades nacionales asociadas a Cataluña, Euskadi y Galicia, que tuvieron desarrollos y espacios de sociabilidad propios con una fuerte presencia. Junto a estos, la variable regional también estuvo presente, siendo un elemento de acercamiento con las antiguas colonias de emigrantes.

Con el paso del tiempo y, sobre todo, con la pérdida de la esperanza de un pronto regreso a España a partir de mediados de los años cuarenta del siglo pasado, los exiliados tuvieron que afrontar la necesidad de transmitir ideas e imágenes de España a sus descendientes. Cómo debían relacionarse con los países de acogida, en ocasiones ya países de nacimiento, sin perder de vista España representaba un difícil equilibrio, resuelto de forma diferente en cada hogar de exiliados.

A largo plazo, América salió reforzada en importancia dentro de los discursos exiliados. Fueron muchos los que, soñando con el regreso de la democracia a España, plantearon la necesidad de entablar un nuevo marco de relaciones con el mundo latinoamericano. Bien desde propuestas federales o confederales, América debía formar parte de las prioridades de España, no solo como parte de la política exterior, sino como algo más profundo: una esfera de hermanamiento entre ambos lados del Atlántico marcados por una historia y una cultura común y diversa.

Jorge de Hoyos Puente
Universidad Nacional de Educación a Distancia

Idea y memoria de las Españas en la emigración

La nostalgia es una cualidad inherente al emigrante, para quien el país de origen es un recuerdo idealizado. En él confluye la memoria de la propia infancia, la familia y la comunidad, con una idea recibida y transportada de la nación de pertenencia. Con el tiempo, esa representación se torna híbrida, una mezcla de imágenes del pasado y de proyecciones de las vivencias del presente. La comunidad de origen puede tener además perfiles difusos. Muchos campesinos apenas habían conocido algo más que su entorno social y territorial más próximo; su representación de la comunidad de referencia podía ceñirse a un grupo etnocultural o una comunidad local. En la patria del emigrante convivían lo arcaico con lo exótico, los materiales culturales construidos en la diáspora con los trasplantados, y la virtud con la necesidad de prestigiarse ante la sociedad de recepción.

Entre los expatriados liberales del siglo XIX se gestó una idea de España acorde con los modelos políticos que pudieron contemplar de cerca. Una España quizás con rey, pero con constituciones y usos liberales, sin tipismos ni privilegios. También los había que proyectaban ejemplos entre los legitimismos europeos, desde los carlistas a los numerosos clérigos que España también exportó a Extremo Oriente, Europa y América.

La otra España peregrina era la representada por los emigrantes económicos que, a miles, salieron del país desde mediados del XIX con destino sobre todo a las urbes latinoamericanas. Entre ellos, expatriados republicanos que tras 1873 tomaron el camino de París o Buenos Aires y se convirtieron en líderes étnicos, que modulaban los proyectos identitarios del colectivo de emigrantes y elaboraban la imagen de la(s) patria(s) de origen en la distancia. Su huella se apreciaba en periódicos, asociaciones y fiestas. Se arrogaron además la función de mejores intérpretes y redentores de los males de la patria, espoleados por la experiencia migratoria y por la reacción ante la difusa pero persistente hispanofobia de varias sociedades receptoras, como se manifestó durante los años del conflicto cubano (1895-98).

Semejantes principios fueron compartidos por nuevos expatriados finiseculares, como los promotores de la primera Liga Republicana Española en la Argentina (1903), modelo extendido a otros países. Todos ellos estaban influidos por el regeneracionismo hispanoamericanista; consideraban la educación como la savia vivificadora y redentora del cuerpo de la nación, y promovían una reconquista de la influencia española en América en clave cultural y económica. Fueron buena expresión de ello campañas como la proclamación del doce de octubre como Día de la Raza (1917), o la eliminación de estrofas antihispánicas del himno argentino.

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Igualmente, entre las colectividades españolas de América, con especial incidencia en gallegos y asturianos, se registraron múltiples iniciativas tendentes a reformar y articular la sociedad civil desde abajo en sus terruños, sufragando escuelas u obras benéficas y culturales, pero también recaudando fondos para los sindicatos agrícolas de sus parroquias de origen. En los miles de fiestas celebradas en el Río de la Plata o Brooklyn, la nostalgia del terruño se mezclaba con el anhelo de regeneración, el pasodoble con el foxtrot, y Muñoz Seca con el sainete criollo. Se respiraba en ellas un aire de redención de la patria de origen. Para muchos, como el periodista asturiano Constantino Suárez Españolito (1924), era un “patriotismo lugareño”, además de “feo, pequeño”; sin embargo, era efectivo. El txistu y la gaita discutían sobre quién representaba mejor la españolidad en la ausencia, como recreaba el escritor F. Grandmontagne en 1899. Ni siquiera los anarquistas españoles de Buenos Aires, pese a su internacionalismo, dejaban de adherirse a una patria cuya forma de gobierno detestaban.

Otros patriotismos hicieron también su aparición entre los emigrantes, acusando en parte el influjo de la latente hispanofobia de los nacionalismos latinoamericanos. El nacionalismo vasco comenzó a trasplantarse y a ganar adeptos entre los emigrantes en América desde principios del siglo XX. El catalanismo también ganó adeptos entre los catalanes de Francia y América, quienes durante la dictadura de Primo de Rivera sostuvieron las iniciativas insurreccionales de Francesc Macià. En La Habana se elaboró en 1928 la primera Constitución para una República catalana. También el galleguismo alcanzó una proyección notable entre los numerosos gallegos de América antes de 1936. Y en Venezuela, a fines del siglo XIX, Secundino Delgado había soñado con la independencia de Canarias.

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Participantes en la confección de la primera Constitución para una República Catalana, en La Habana en 1928.

Si el advenimiento de la II República supuso para amplios sectores de las colectividades emigrantes una nueva imagen del país de origen, la Guerra Civil de 1936-39 trajo una escisión en los imaginarios ausentes sobre España. Así se reflejó en las divisiones en las asociaciones emigrantes entre prorrepublicanos y profranquistas, pero también en las peleas de café porteñas. Los exiliados en Francia, Mexico o Argentina se convirtieron en testigos de la memoria de una España republicana que aunaba modernidad, pluralidad etnocultural y justicia social. Mas esos postulados también fueron asumidos por miles de emigrantes económicos, entre ellos muchos descontentos con la situación sociopolítica de España, que se habían movilizado a favor de la República en 1936, o que tras 1946 encontraron en la emigración una salida a su malestar político y social. Revistas y ateneos, agrupaciones y círculos se fundieron con las iniciativas para dotar a las entidades de emigrantes de un significado democrático, que se fundía eclécticamente con la nostalgia patriotera de pasodobles y tonadillas. Los nuevos emigrantes que trabajaron en Europa occidental también experimentaron el Estado del Bienestar, el pluralismo político y sindical y la tolerancia. Ese aprendizaje también contribuyó a moldear la imagen de las Españas que querían a su vuelta.

Tras 1975, esa idea de España siguió presente entre los expatriados. Era tarde para que la mayoría de los exiliados retornasen. No lo fue para que lo hiciesen de modo paulatino numerosos económicos. Algo de las antiguas Españas transterradas permaneció en el interés de una parte significativa de ellos y sus descendientes por la política española, gracias a la participación electoral. Mas, pese a la globalización, la idea de las Españas en la emigración no siempre era y es igual a la que tienen los ciudadanos residentes en el país.

Xosé M. Núñez Seixas
(Ludwig-Maximilians-Universität, Múnich)

América en el imaginario de los intelectuales españoles entre la vieja y la nueva España

Las independencias de las colonias americanas fraguadas en las primeras décadas del siglo XIX y las de Cuba y Puerto Rico a finales del mismo hicieron surgir nuevos países, cuyas élites, para afirmar su nueva identidad nacional, recurrieron a un discurso intelectualmente bélico contra la metrópoli. La imagen de “España” en el ideario de estas minorías criollas no distaba mucho de la que Masson de Morvilliers describió en la Enciclopedie Méthodique a finales del siglo XVIII y de la construida como leyenda negra de la Monarquía Hispánica: un país atrasado y bárbaro, preso de las tinieblas de la Inquisición eclesiástica y de una nobleza retardataria.

La pérdida de las colonias americanas fue para los intelectuales españoles del XIX una de las más claras muestras de la decadencia de España o incluso, como expresa Ángel Ganivet en su Idearium español, de una historia que había desviado su rumbo desde que Carlos V fue proclamado emperador “apenas constituida” España “en Nación”, porque “nuestro espíritu –añade Ganivet– se sal[ió] del cauce que le estaba marcado y se derram[ó] por todo el mundo en busca de glorias externas y vanas”.

La conmemoración en 1892 del descubrimiento de América, “maravilloso y sobrehumano acontecimiento” en palabras de Marcelino Menéndez Pelayo, dio lugar a varias iniciativas para estrechar los lazos intelectuales con los países de América. La Real Academia Española encargó al autor montañés una Antología de poetas hispano-americanos. Como otros muchos intelectuales –Miguel de Unamuno es un buen representante–, Menéndez Pelayo destacó la comunidad lingüística que formaban España y los países americanos. Si muchos aspectos de la conquista y de la colonización eran discutibles, la extensión del idioma español en América, desde río Bravo hasta Tierra de Fuego, era un elemento que mostraba la potencialidad de la cultura española, cuya literatura, según afirma Menéndez Pelayo en la introducción, se escribía a ambos lados del Atlántico para cincuenta millones de hispanohablantes. Su interés por la literatura hispanoamericana era grande desde tiempo atrás y mantenía una abundante correspondencia transatlántica. Don Marcelino fue, en general, muy respetado en América, y a su muerte un grupo de emigrantes españoles en Argentina, encabezados por Avelino Gutiérrez, quiso hacerse con su biblioteca, pero, al haber sido ésta donada al Ayuntamiento de Santander, emplearon el dinero recaudado para constituir la Cátedra Menéndez Pelayo, la cual fue inaugurada por Ramón Menéndez Pidal en 1914. Promovida por la Institución Cultural Española, y en estrecha colaboración con la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas (JAE), fue ocupada sucesivamente por algunos de los intelectuales y científicos españoles más reconocidos como el filósofo José Ortega y Gasset, el matemático Julio Rey Pastor, el economista Luis Olariaga, el fisiólogo August Pi i Sunyer, el físico Blas Cabrera, el filósofo Eugeni D’Ors, el historiador Américo Castro, la pedagoga María de Maeztu, el filósofo Manuel García Morente, y los doctores Gonzalo Rodríguez Lafora, Gustavo Pittaluga, Pío del Río Hortega y Gregorio Marañón, entre otros.

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Precursores de estos viajes fueron los de Rafael Altamira y Adolfo Posada entre 1909 y 1910 a varios países hispanoamericanos con el fin de restablecer las relaciones científicas e intelectuales. Dentro del espíritu de reformismo social y político que inspiraba el krausoinstitucionismo, sus recomendaciones quedaron plasmadas en libros como el de Posada Relaciones científicas con América (Argentina, Chile, Paraguay y Uruguay), publicado en 1911.

Eran momentos en los que el discurso de Ernest Renan y Edmond Demolins sobre la superioridad de las razas anglosajonas en comparación con las latinas tenía predicamento. Altamira, Posada y luego Ortega empezaron a mostrar en América una España muy distinta de la que el filósofo denominó “oficial”: un país cuyos universitarios habían salido a formarse al extranjero y conocían bien las corrientes científicas de la época. Para las colectividades españolas, esta nueva imagen era un capital simbólico importante en su lucha por el dominio de espacios sociales y políticos en competencia con otras colectividades inmigrantes y con las élites criollas.

Los viajes de los intelectuales españoles sirvieron para intensificar las relaciones con intelectuales americanos y construir redes científicas y literarias, pero no fueron el único mecanismo de imbricación de dichas redes. La prensa, las revistas culturales y científicas y el tráfico editorial de libros entre uno y otro lado del Atlántico fueron también fundamentales. Los diarios y revistas de Hispanoamérica acogieron desde finales del siglo XIX con asiduidad artículos de intelectuales españoles como los citados Altamira, Posada, Ortega, Unamuno, y también Vicente Blasco Ibáñez, Azorín, Ramiro de Maeztu, Francisco Grandmontagne, etc., al tiempo que, aunque en menor medida, intelectuales hispanoamericanos publicaban en los medios españoles y Revista de Occidente recogía textos de Victoria Ocampo, Alfonso Reyes, Pablo Neruda o Jorge Luis Borges. Muchos intelectuales españoles sintieron, en palabras de Ortega, “un afán hacia América”, tierra abierta de posibilidades, pero España sólo podía esperar contar allí si se conseguía, según el filósofo, “estrangular el tópico inepto de la fraternidad hispanoamericana”.

Varios gobiernos hicieron un esfuerzo importante para reconstruir las relaciones intelectuales con América a través de organismos como la JAE o el Centro de Estudios Históricos. Intelectuales como Américo Castro, impulsor de la sección hispanoamericana de este Centro, y Federico de Onís, director del Hispanic Institute de la Columbia University de Nueva York, ejercieron funciones claves. Este último, por ejemplo, fomentó los estudios hispánicos en Estados Unidos y difundió allí la obra de numerosos escritores españoles.

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La labor de los intelectuales liberales por presentar en América una España nueva y establecer relaciones de igual a igual con las comunidades hispanoamericanas se rompió con la quiebra que en tantos aspectos supuso la Guerra Civil. El retorno a una visión imperialista de España, en la línea de las ideas de Menéndez Pelayo, rompió con estos fructíferos precedentes, aunque el exilio sirvió para estrechar lazos por nuevas vías. La Defensa de la Hispanidad de Maeztu se convirtió en referencia con su reivindicación de una “Monarquía misionera” que había propagado la fe e impulsado la civilización católica en las Indias.

Javier Zamora Bonilla
(Universidad Complutense de Madrid)