Idea y memoria de las Españas en la emigración

La nostalgia es una cualidad inherente al emigrante, para quien el país de origen es un recuerdo idealizado. En él confluye la memoria de la propia infancia, la familia y la comunidad, con una idea recibida y transportada de la nación de pertenencia. Con el tiempo, esa representación se torna híbrida, una mezcla de imágenes del pasado y de proyecciones de las vivencias del presente. La comunidad de origen puede tener además perfiles difusos. Muchos campesinos apenas habían conocido algo más que su entorno social y territorial más próximo; su representación de la comunidad de referencia podía ceñirse a un grupo etnocultural o una comunidad local. En la patria del emigrante convivían lo arcaico con lo exótico, los materiales culturales construidos en la diáspora con los trasplantados, y la virtud con la necesidad de prestigiarse ante la sociedad de recepción.

Entre los expatriados liberales del siglo XIX se gestó una idea de España acorde con los modelos políticos que pudieron contemplar de cerca. Una España quizás con rey, pero con constituciones y usos liberales, sin tipismos ni privilegios. También los había que proyectaban ejemplos entre los legitimismos europeos, desde los carlistas a los numerosos clérigos que España también exportó a Extremo Oriente, Europa y América.

La otra España peregrina era la representada por los emigrantes económicos que, a miles, salieron del país desde mediados del XIX con destino sobre todo a las urbes latinoamericanas. Entre ellos, expatriados republicanos que tras 1873 tomaron el camino de París o Buenos Aires y se convirtieron en líderes étnicos, que modulaban los proyectos identitarios del colectivo de emigrantes y elaboraban la imagen de la(s) patria(s) de origen en la distancia. Su huella se apreciaba en periódicos, asociaciones y fiestas. Se arrogaron además la función de mejores intérpretes y redentores de los males de la patria, espoleados por la experiencia migratoria y por la reacción ante la difusa pero persistente hispanofobia de varias sociedades receptoras, como se manifestó durante los años del conflicto cubano (1895-98).

Semejantes principios fueron compartidos por nuevos expatriados finiseculares, como los promotores de la primera Liga Republicana Española en la Argentina (1903), modelo extendido a otros países. Todos ellos estaban influidos por el regeneracionismo hispanoamericanista; consideraban la educación como la savia vivificadora y redentora del cuerpo de la nación, y promovían una reconquista de la influencia española en América en clave cultural y económica. Fueron buena expresión de ello campañas como la proclamación del doce de octubre como Día de la Raza (1917), o la eliminación de estrofas antihispánicas del himno argentino.

Centro gallego

Igualmente, entre las colectividades españolas de América, con especial incidencia en gallegos y asturianos, se registraron múltiples iniciativas tendentes a reformar y articular la sociedad civil desde abajo en sus terruños, sufragando escuelas u obras benéficas y culturales, pero también recaudando fondos para los sindicatos agrícolas de sus parroquias de origen. En los miles de fiestas celebradas en el Río de la Plata o Brooklyn, la nostalgia del terruño se mezclaba con el anhelo de regeneración, el pasodoble con el foxtrot, y Muñoz Seca con el sainete criollo. Se respiraba en ellas un aire de redención de la patria de origen. Para muchos, como el periodista asturiano Constantino Suárez Españolito (1924), era un “patriotismo lugareño”, además de “feo, pequeño”; sin embargo, era efectivo. El txistu y la gaita discutían sobre quién representaba mejor la españolidad en la ausencia, como recreaba el escritor F. Grandmontagne en 1899. Ni siquiera los anarquistas españoles de Buenos Aires, pese a su internacionalismo, dejaban de adherirse a una patria cuya forma de gobierno detestaban.

Otros patriotismos hicieron también su aparición entre los emigrantes, acusando en parte el influjo de la latente hispanofobia de los nacionalismos latinoamericanos. El nacionalismo vasco comenzó a trasplantarse y a ganar adeptos entre los emigrantes en América desde principios del siglo XX. El catalanismo también ganó adeptos entre los catalanes de Francia y América, quienes durante la dictadura de Primo de Rivera sostuvieron las iniciativas insurreccionales de Francesc Macià. En La Habana se elaboró en 1928 la primera Constitución para una República catalana. También el galleguismo alcanzó una proyección notable entre los numerosos gallegos de América antes de 1936. Y en Venezuela, a fines del siglo XIX, Secundino Delgado había soñado con la independencia de Canarias.

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Participantes en la confección de la primera Constitución para una República Catalana, en La Habana en 1928.

Si el advenimiento de la II República supuso para amplios sectores de las colectividades emigrantes una nueva imagen del país de origen, la Guerra Civil de 1936-39 trajo una escisión en los imaginarios ausentes sobre España. Así se reflejó en las divisiones en las asociaciones emigrantes entre prorrepublicanos y profranquistas, pero también en las peleas de café porteñas. Los exiliados en Francia, Mexico o Argentina se convirtieron en testigos de la memoria de una España republicana que aunaba modernidad, pluralidad etnocultural y justicia social. Mas esos postulados también fueron asumidos por miles de emigrantes económicos, entre ellos muchos descontentos con la situación sociopolítica de España, que se habían movilizado a favor de la República en 1936, o que tras 1946 encontraron en la emigración una salida a su malestar político y social. Revistas y ateneos, agrupaciones y círculos se fundieron con las iniciativas para dotar a las entidades de emigrantes de un significado democrático, que se fundía eclécticamente con la nostalgia patriotera de pasodobles y tonadillas. Los nuevos emigrantes que trabajaron en Europa occidental también experimentaron el Estado del Bienestar, el pluralismo político y sindical y la tolerancia. Ese aprendizaje también contribuyó a moldear la imagen de las Españas que querían a su vuelta.

Tras 1975, esa idea de España siguió presente entre los expatriados. Era tarde para que la mayoría de los exiliados retornasen. No lo fue para que lo hiciesen de modo paulatino numerosos económicos. Algo de las antiguas Españas transterradas permaneció en el interés de una parte significativa de ellos y sus descendientes por la política española, gracias a la participación electoral. Mas, pese a la globalización, la idea de las Españas en la emigración no siempre era y es igual a la que tienen los ciudadanos residentes en el país.

Xosé M. Núñez Seixas
(Ludwig-Maximilians-Universität, Múnich)

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