El 12 de octubre como fiesta nacional de los españoles

El día de la fiesta nacional es, por encima de cualquier otra celebración cívica, el momento clave para escenificar el recuerdo y la identificación con un pasado y un proyecto en común de toda comunidad política. Invención del siglo XIX para Estados nacionales en construcción y sometido luego a la rutina y a la renovación continua, suele recordar el origen de las naciones. Las instituciones apelan entonces a la emoción de los ciudadanos mediante referentes culturales, lugares y valores, activados para la ocasión. Con claras intenciones políticas, esos días orientan identidades de pertenencia y la búsqueda de consensos y legitimaciones.

El día nacional de los españoles es el 12 de octubre. Con cierto retraso respecto a otros países europeos y americanos, fue instituido por un gobierno monárquico en 1918 como Día de la Raza. El franquismo lo convirtió en Día de la Hispanidad en 1958 y desde 1987, con una democracia ya consolidada, se considera de forma oficial la Fiesta Nacional de España. Este festejo, singular en el contexto internacional, es uno de los símbolos más longevos y menos inestables del nacionalismo español.

En el caso de España, la fecha no está asociada a un acto fundacional de la nación, como una guerra de independencia, una revolución popular o el aniversario de una Constitución organizadora de un Estado liberal. Como signo excepcional, la celebración del 12 de octubre hace referencia al descubrimiento y la conquista de América como lo más sobresaliente y esencial del relato nacional. El festejo del ser español se sostiene con la proyección americana y la nostalgia del imperio como elementos fundadores de la identidad nacional. En la fiesta se funden además varias versiones del españolismo; ya sea en clave laica o católica, liberal o conservadora, todas sustentan el mito americano como referente unitario del nacionalismo español. El arraigo de la fecha explica asimismo la falta de consenso de otros hitos de la historia de España disponibles para la cohesión social, como podría ser la toma de Granada por los Reyes Católicos, la batalla de Covadonga, el levantamiento del 2 de mayo de 1808 frente al ejército francés, el aniversario de la Constitución de Cádiz o el de la de 1978.

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El 12 de octubre renueva cada año la idea de que la epopeya nacional española trasciende las fronteras territoriales y de que América se incorpora con España a la civilización occidental. Esa dimensión transnacional de la celebración construyó una comunidad internacional imaginada entre Estados y geografías, vinculada a un pasado colonial y con registros culturales comunes como el idioma y la religión. El carácter excepcional y trasnacional de la fecha se confirmó a partir de la I Guerra Mundial, cuando la mayoría de los países de América Latina incorporó el día a sus calendarios festivos. A partir de 1968 lo hizo también Guinea Ecuatorial, como día de su independencia respecto a España. La fecha, por fin, tiene un carácter simbólico para las comunidades de españoles y latinos en el exterior. El festejo condensa la obsesión por la unidad y el reconocimiento de lo hispánico. Además de fiesta nacional española, el día es por tanto un instrumento para la política exterior, las relaciones internacionales y la conformación de identidades transnacionales. Por lo menos, hasta que las Cumbres Iberoamericanas acapararon desde 1991 toda la atención institucional.

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Esos referentes culturales y geográficos múltiples del 12 de octubre cargan de ambigüedad ese símbolo clave del nacionalismo español. Desde el comienzo proliferaron las críticas al contenido, en exceso protocolario y propagandístico, del festejo y a la deficiente identificación popular, pese al apoyo inicial de la sociedad civil vinculada a los emigrantes españoles y al americanismo peninsular. Sin embargo, la fiesta también desplegó protagonistas y escenarios que la enriquecieron con diversos recursos y significados para afirmar identidades nacionales, locales, regionales y supranacionales. Amplios elencos de intelectuales, diplomáticos, empresarios y organismos públicos y privados se implicaron en los festejos y consolidaron el hispanoamericanismo como uno de los ejes centrales del nacionalismo español.

Al servicio del poder y del orgullo nacional, el día acompañó momentos de crisis institucional y de ofensiva diplomática. A lo largo de un casi un siglo, la celebración del 12 de octubre se narró de diferentes maneras y se transformó con la historia de España. Porque lo más significativo es su permanencia en el imaginario nacionalista, aunque haya cambiado de nombre. La fecha sobrevivió a los cambios de regímenes políticos, a una guerra civil, a las diferencias territoriales y a contextos internacionales cambiantes. América fue imaginada para unir a los españoles en torno a las monarquías constitucionales y a la república, a dictaduras y democracias. La fiesta fue parte de la evolución de la nación, del Estado y de la sociedad civil. Y a su vez sirvió para modular identidades nacionales de una España plural y con un territorio diverso. Porque, durante casi todo del siglo XX, se interpretó como un espacio para el reconocimiento de las identidades locales y regionales para configurar tradiciones nacionales. Antes del desarrollo del Estado autonómico, la fiesta fue un elemento aglutinador de regionalismos y nacionalismos periféricos, aun cuando el despliegue por la geografía nacional se orquestara desde Madrid y se imaginase, en grises o a colores, desde las pantallas del cine y la televisión.

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Como símbolo unificador común de los españoles, el 12 de octubre funciona hoy en día como el termómetro del estado de la nación, de su imagen exterior y de su vida política. El simbolismo de la fiesta alimentó especiales polémicas con motivo de las celebraciones del V centenario del descubrimiento de América en 1992, sin dejar de ser un día lleno de expectativas para la vida política de la monarquía parlamentaria. Los debates de la sociedad española se acoplan a la fiesta y España sigue festejando un acontecimiento que coloca su identidad colectiva y su proyección externa en diálogo con el mundo.

Marcela García Sebastiani
Universidad Complutense de Madrid

¿Realmente existió la UCD?

Sí, el título de esta aportación pretende ser hasta cierto punto provocador, pero resulta casi de necesidad distanciarnos del relato único sobre la transición hasta la fecha. Conceptos como ‘transición’ o ‘democracia’ pueden incluso ser susceptibles de críticas llenas de maniqueísmo, cuando la realidad del análisis, como en la vida, está en los matices. Las nuevas generaciones educadas en un régimen democrático reclaman un nuevo discurso sobre su pasado. Y toda generación tiene derecho a escribirlo. Aunque no nos guste. Aunque sacuda conciencias. Por que esa es la finalidad social del debate histórico.

La respuesta es obvia: claro que existió Unión de Centro Democrático, pero el paso del tiempo nos aporta perfiles diferentes. ¿Cómo definir a una organización de partido creada desde las bambalinas del régimen anterior con el propósito manifiesto de servir de ‘instrumento’ para traer la ‘democracia’ y el sistema plural de partidos? Aquel era un objetivo considerado por todos como ‘inevitable’ para salvar la muy duradera –para algunos ‘eterna’- anacronía de una dictadura militar entre la sociedad del bienestar occidental. No fue, en absoluto, una actitud improvisada, sino muy pensada y durante largo tiempo, para intentar acomodar la práctica institucional a la realidad social y económica. No hubo urgencias, sino un proceso pausado. Tanto, que no fue perceptible más que en su final.

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La UCD se creó con la idea de desarrollar el centro político. Todo el mundo conoce que la mejor definición del espacio centrista es el de aquel situado entre las posiciones más reconocidas de izquierda y derecha, sirviendo en la mayoría de los casos de contrapoder moderador. Ese carácter templado, pero al mismo tiempo con imagen de partido moderno fue su marca. Pero carecía de base. El movimiento interno de la organización siempre se caracterizó por ir en una única dirección: de arriba a abajo. Con un programa que tenía un alfa y un omega: la aprobación del consenso constitucional. La UCD era un partido ambiguo. Por cierto, nada ajeno a los enormes cambios que se estaban produciendo en el país entre 1977 y 1982: en UCD había desde sectores pertenecientes a los grupos más reaccionarios del franquismo hasta grupos socialdemócratas. Todos unidos en un amplio contexto social de aprobación de una democracia. Que no se entienda que con esto queremos decir que el proceso fuera fácil, ni mucho menos. Ni tampoco que fuera posible una opción ‘ruptura’, por que a lo mejor dentro de las alternativas de aquel presente tampoco era la que tenía mayores posibilidades reales. Pero en cuanto la UCD cumplió el papel para el que se la predestinó, dejó de ser necesaria. Y con los años, la idea de Suárez se encaminó hacia la vertiente de un centrismo más de orientación socialdemócrata que conservadora.

El control unipersonal de Suárez para arreglar hasta los asuntos más nimios del partido era propio de aquella conducta política en la que había sido educado, pero también la mayor evidencia de que su organización siempre fue un instrumento. No era nada nuevo. Fue reconocido por los mismos protagonistas durante mucho tiempo. También porque el paso de los años y la apertura de nuevos archivos -hasta ahora mayoritariamente de procedencia foránea- permiten apuntar a que el auténtico ‘tapado’ del proceso de transición era un joven sevillano llamado Felipe González. Sus buenas referencias aparecen en los archivos británicos mucho antes que el mismo Adolfo Suárez. A la altura de 1975, con el joven socialista tenían ciertos problemas en cuanto a su encaje: el temor a una radicalización estilo Portugal, la inexistencia de un único partido consolidado en la tradición socialista; el impacto de la imagen de unos socialistas en el poder tras cuarenta años de propaganda franquista que los había bautizado como ‘rojos’; y sobre todo, una rutina de poder y una feroz lucha interna entre familias conservadoras mantenida durante cuatro décadas… La socialdemocracia necesitaba su tiempo. Al principio, el peso de la historia no jugaba a su favor, sino en contra. Había que hacerlo digestible y digerible.

Pero precisamente lo que no había era tiempo. Los llamamientos a la ‘ruptura’ fueron constantes desde buena parte de la oposición. El atentado a Carrero Blanco había acelerado el proceso de búsqueda de un relevo que pudiera enfocar lo ya realizado en ausencia del ‘Caudillo’. Los hechos de Portugal desde 1974 complicaron todavía más la escena política española, pero lo ‘inevitable’ había llegado con la muerte de Franco. Surgió un nuevo líder: Suárez. También joven, aunque con una imagen de mayor madurez, con carisma, capaz de controlar los nuevos recursos de comunicación tras su dirección de RTVE; y sobre todo, capaz de tener unos primeros meses sin críticas por su falta de acción política previa de alto nivel. Virgen para la mayoría del público, pero también influenciable a las presiones de quien lo había colocado en el cargo.

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Este líder, indispensable en un país que acababa de dejar 40 años de liderazgo único, necesitaba una organización. De manera paralela al crecimiento de UCD, el PSOE se iba cimentando con mayor solidez que la organización centrista por todo el Estado, con contenidos de mayor renovación, preparado para dar el segundo empuje socialdemócrata necesario. Al lado, un PCE indispensable en la oposición a la dictadura, pero que como toda la vieja oposición llegaba tarde a la fiesta, tanto por la duración del exilio como por esa progresiva interiorización en forma de ‘lluvia fina’ de la idea de la ‘reconciliación nacional’.

La estructura inicial de UCD fue auspiciada básicamente con dinero no procedente de donaciones populares o de cuotas de afiliados, sino desde, para y por responsables institucionales. Y su equipo se nutrió de dos perfiles básicos: técnicos de la administración intermedia capaces de llevar adelante procesos complejos sin experiencia política previa, y la presencia necesaria de los resortes del poder local y provincial –no necesariamente vinculado a las instituciones-.

Lo cierto es que el régimen constitucional del 78 fue enfocado desde sus inicios por cuadros formados en los años finales del franquismo. Era necesario llevar adelante esta hoja de ruta y desactivar buena parte de los peligros. Contrariamente a lo que cabe suponer, el período entre 1975 y 1982 se caracterizó más por ser una etapa de desmovilización que lo contrario. Los procesos de ‘ruptura democrática’ no eran los únicos en aquellos años que preocupaban. Uno de los pilares del régimen, el Ejército, tenía entre sus filas a mandos que de manera muy difícil entendían lo que significaba la homologación democrática occidental. Algunos la acataban. Otros hacían declaraciones altisonantes. Pero era algo para lo que muchos no se encontraban preparados. Podemos discutir si el proceso de ‘involución’ fue de mayor o menor peligro que el de desborde ‘revolucionario’, pero desde luego la asonada militar se había convertido en estos años en una especie de ‘espada de Damocles’ permanente. El 23F fue una de sus expresiones.

EL SECRETARIO GENERAL DE ALIANZA POPULAR, MANUEL FRAGA IRIBARNE, SALUDA AL PRESIDENTE DEL GOBIERNO, ADOLFO SUÁREZ, DESPUÉS DE LA FIRMA DEL DOCUMENTO ECONÓMICO EN EL PALACIO DE LA MONCLOA

Baqueteado por todos los lados, muchas veces sin red, dando palos de ciego en torno al proceso de construcción democrática, el camino de UCD se encontró marcado por su origen en torno a la diversidad de familias políticas. Una de las cuestiones más relevantes es que no fue capaz de encontrar argamasa política para aglutinarlas más allá de la referencia al líder. ¿O nunca se quiso realmente? Suárez: principio y fin. UCD era el referente de estabilidad al que buena parte de esta sociedad –que tenía un pasado, cabe recordar- se agarraba. Era lo que dotaba de seguridad al cambio realizado. Indispensable sí, pero también condenado a quemarse en beneficio del bien colectivo. Tras aprobar la Constitución y desarrollar buena parte de su articulado en una primera e incipiente estructura de Estado, su función había acabado. Así se entendió no sólo por buena parte de los votantes sino también por los protagonistas. Algunos acabaron siguiendo a su líder, caído en desgracia por intentar llevar adelante su propia propuesta, distinta parcialmente de la que le habían encomendado; otros desembarcaron en masa en la constantemente pretendida ‘mayoría natural’ de Manuel Fraga. UCD se disolvió en poco tiempo. Menos del que había costado crearla.
¿Fue un sueño? ¿Existió la UCD como tal partido o resulta indispensable su presencia para que encaje el relato que nos han contado durante décadas? Detrás del origen de esta democracia tenemos una intencionada anulación del pasado asumida por numerosos sectores. Borrón y cuenta nueva con la Ley de Amnistía. En el fondo se continúa con otra imagen el imaginario franquista respecto del pasado: la democracia republicana se anula para no que interfiera en el presente. El lustro republicano se traduce como desorden y se sustituye por la palabra mágica de las sociedades occidentales tras la Segunda Guerra Mundial: ‘consenso’. No se puede esperar más tiempo a vernos reflejados en las pupilas de Clío. Ya hemos llegado tarde a la explicación de la Segunda República, de la Guerra Civil y a punto de no ser capaces de explicar en su enorme paleta de colores el franquismo. Cuarenta años después de la muerte de Franco, comienzan a asomar nuevas interpretaciones del proceso de la llegada de la democracia a España. Que nos harán pensar. Que intentarán remover conciencias de aquellos que lo vivieron y también de los que no. En busca del debate. Del diálogo.

Emilio Grandío Seoane
Departamento de Historia Contemporánea e de América. Universidade de Santiago de Compostela

Artículo publicado originalmente en Beerderberg.

Trump y la tradición republicana

No nos engañemos. Trump volverá a estar metido en nuestras pantallas de televisión en este otoño que se avecina. La gente del resto del mundo – de izquierdas o de derechas, pero gente sensata- volverá a cabecear,  no acabando de entender  cómo alguien tan impresentable opta a liderar el estado más potente –aunque ya no sea lo que solía ser- de nuestro maltratado planeta. ¿Locura temporal, atracción por el abismo tras la etapa tranquila y decente del Presidente Obama, proyección al fin de la malignidad esencial que el capitalismo y el imperialismo han insuflado al americano medio?.

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Dos exposiciones y la memoria histórica húngara

Este pasado julio de 2016 no sólo se cumplían los 80 años del estallido de la Guerra Civil española, sino que también tuvo lugar otro aniversario, menos célebre aunque igual de simbólico para los poderes hegemónicos e ideales que definieron aquella época: los XI Juegos Olímpicos de Berlín y la que quiso ser la contrapartida de estos, la Olimpiada Popular de Barcelona.

El Vera and Donald Blinken Open Society Archive de Budapest, archivo que forma parte de la Central European University, fundada por George Soros, dedica en las últimas semanas una exposición sobre aquellos dos eventos deportivos literalmente secuestrados por las grandes hegemonías políticas de la Europa de los años treinta. Titulada “Olympics and Politics – Berlin / Barcelona 1936”, se celebra casi en paralelo a los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro, dotándola de un marcado aire actual.

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La exposición en el OSA ha sido diseñada por el arquitecto húngaro Laszlo Rajk, hijo del famoso combatiente de las Brigadas Internacionales y héroe de la resistencia contra los nazis del mismo nombre. El destino de Laszlo Rajk padre fue, sin duda, paradigmático para muchos brigadistas procedentes de la Europa Central y del Este, quienes regresaban desde los frentes de la Guerra Civil y la Europa Occidental para sufrir represalias políticas, cárcel o hasta la muerte en las mazmorras del estalinismo. Laszlo Rajk fue un caso emblemático. Tras soportar torturas durante semanas, fue ahorcado por el terror del Régimen estalinista que él mismo, como Ministro del Interior de Hungría en los años 1946-1948, había contribuido a instaurar. Su esposa Julia, también militante comunista, fue encarcelada, mientras que su hijo Laszlo, de sólo tres meses, secuestrado e ingresado en un orfanato con nombre falso.

Diseñador de los decorados de la película “El hijo de Saul” (Palma de Oro, Cannes; Oscar a la mejor película no inglesa, 2016), con su diseño de la exposición en el OSA, Laszlo Rajk buscaba visualizar la competitividad política y estética entre ambas olimpiadas: la nazi, inmortalizada por las famosas imágenes de Leni Riefenstahl, y la popular barcelonesa, promovida por organizaciones obreras y partidos comunistas, estéticamente exponente del realismo social.

La Olimpiada Popular barcelonesa pretendía ser una respuesta universal, popular y democrática al gran acto de propaganda política de Hitler. Nunca llegó a celebrarse. Un día antes de su planeada inauguración, el general Franco dio el golpe de Estado. Muchos obreros llegados de todo el mundo a la ciudad optaron por quedarse en España y combatir por la República española y contra el Fascismo. La ciudad, llena aún de decoraciones y carteles con deportistas-obreros, devino un escenario de guerra. La Olimpiada truncada, al igual que el fin de la República española, sepultó los sueños y las esperanzas de muchas personas en el fango de la violencia. El himno compuesto por uno de los poetas catalanes más sublimes, Josep Maria de Sagarra, fue silenciado por las descargas de las armas y quien iba a dirigir el concierto inaugural, Pau Casals, una de las mayores autoridades musicales y espirituales del siglo XX, pronto tendría que emprender el camino del exilio.

La exposición en el OSA se ha realizado -cabe señalarlo específicamente- con un claro objetivo político. Recientemente, Victor Orban, el cuasi autoritario gobernante de Hungría elegido democráticamente, se ha propuesto presentar la candidatura de su pequeño país como anfitrión de unos Juegos Olímpicos. Para quienes gestionan la política cultural del Open Society Archive, las comparaciones entre Orban y Hitler son pertinentes y recordar la controvertida Olimpiada nazi, en ese preciso contexto, tiene -me lo han dicho- un claro valor de denuncia de esos planes de Victor Orban.

Pero en el año 2016 se cumple también otro aniversario, de un acontecimiento que quizá sea el más relevante para la historia reciente de Hungría. En octubre se conmemorarán los sesenta años de la sublevación popular contra la dominación soviética; el levantamiento comúnmente denominado “la Revolución Húngara”.

En el contexto de la desestalinización, el llamado “deshielo” de los años posteriores a la muerte de Josif Stalin (1953), las democracias populares centroeuropeas pretendieron someter a revisión la relación que ligaba sus países a la URSS. Un importante factor que contribuyó al estallido popular húngaro fueron las huelgas de Poznan, de junio de 1956, que permitieron conseguir, pese a la represión en la que murieron decenas de personas, ciertas reformas políticas y mejoras de las condiciones laborales de los obreros polacos. Pero, simbólicamente, el detonante directo para la revuelta húngara fueron las exequias que acompañaron el re-entierro de Laszlo Rajk y su rehabilitación pública en el marco de la desestalinización.

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El 6 de octubre, coincidiendo con una fiesta nacional húngara, para honrar la memoria de Rajk, 250.000 personas salieron a las calles de Budapest, en una expresión de crisis de conciencias nacional sin precedentes en la posguerra. Una vez desencadenadas las fuertes emociones, tan sólo dos semanas después, el 23 de octubre, estallaba la protesta de los estudiantes y obreros, que pronto desembocaría en una gran revuelta popular contra el poder soviético y a favor de la liberalización del sistema. La tragedia representada por la Revolución Húngara marcó un límite para las revisiones políticas y las reformas en el marco del deshielo. Como consecuencia de una represión que impactó al mundo entero, y que globalmente originó uno de los desengaños definitivos acerca del comunismo soviético, 200.000 personas acabarían por exiliarse del país, 200 fueron fusiladas o enviadas a la horca, y miles acabarían encarceladas durante largos años.

Una relevante institución de Budapest -específicamente dedicada a las políticas de la memoria-, el Museo del Terror, ha organizado recientemente una exposición que recuerda la tragedia colectiva originada por la brutal intervención del ejército soviético y la posterior represión. Por justificada que resulte esta necesidad de conmemorar a las víctimas del año 1956, globalmente, las políticas de la memoria desarrolladas por esta institución han sido, no obstante, objeto de una fuerte polémica. Al ocuparse casi en exclusiva de la violencia política durante la dominación soviética, el museo desatiende intencionadamente el largo capítulo asociado al Fascismo húngaro y la política colaboracionista, llevada a cabo por el Gobierno del partido fascista húngaro, el Partido de la Cruz Flechada. Este revisionismo, denunciado por muchos intelectuales húngaros, supone confundir las proporciones en el debate sobre la represión política en el pasado e impide a los húngaros encarar críticamente su difícil historia. Así, para el director del OSA, el historiador Istvan Rev, el Museo del Terror es una institución filofascista que intencionadamente pretende ignorar el pasado fascista de Hungría y la colaboración de su Gobierno y la sociedad con los nazis .

Las políticas públicas de la memoria, en vez de avivar, una y otra vez, los fuertes sentimientos nacionalistas, utilizando para ello imágenes explícitas de la violencia soviética, tal vez deberían intentar promover una mayor conciencia autocrítica acerca de la parte de responsabilidad correspondiente a la sociedad húngara en las violencias del pasado. Porque cabe señalar que, después del choque del año 1956, Hungría vivió, de manera bastante cómoda, el resto del periodo comunista bajo el mandato de Janos Kadar, el verdugo de Rajk, en el marco de un sistema bautizado como el “comunismo goulash”, políticamente evolucionado y con una economía de las más desarrolladas de todo el bloque. La Transición final a la democracia en Hungría no tuvo absolutamente nada que ver con una revolución, ni siquiera pacífica (como la de Solidaridad, de Polonia) ni de terciopelo (la de Checoslovaquia), sino que se asemejó bastante a un pragmático cambio de guardia, o a una entrega voluntaria del poder por parte del aparato comunista. Sin duda, en gran parte fue así porque los húngaros mantenían un vivo recuerdo de la brutal represión del 56 y nadie quiso repetir aquella tragedia.

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Sin embargo, según Laszlo Rajk, un relevante líder opositor, precisamente por esa suave mutación del sistema, que no permitió una confrontación real y profunda de la sociedad húngara con la podredumbre moral y política creada durante la época de la dictadura, así como la anterior, marcada por la colaboración con el Nazismo, ha quedado pendiente para el país afrontar críticamente su memoria histórica del siglo XX. El papel histórico desarrollado por Hungría al lado de Alemania nazi jamás fue discutido ni confrontado colectivamente, aunque tampoco lo fue el general acuerdo y el cómodo consentimiento a la violencia encubierta durante el periodo comunista.

Hungría nunca ha podido llevar a cabo un serio examen de su difícil memoria histórica del siglo XX y sus líderes fallaron en conducir a su sociedad a una confrontación crítica y ambiciosa con su propia historia y sus múltiples tragedias y responsabilidades colectivas. Precisamente en el contexto de aquel vacío ideológico, Victor Orban fue el único que comenzó a explotar sin pudor las emociones del pasado y supo jugar con avivar los sentimientos de victimización colectiva, en vez de confrontar a los húngaros con la dura conciencia acerca de su propia parte de responsabilidad por el destino de su país en el siglo XX.

La ausencia de una memoria histórica crítica colectiva en la joven democracia húngara ha dado como resultado la hegemonía política actual de un líder antieuropeo y extremadamente nacionalista, que goza de una gran popularidad, y que -para desesperación de tantos húngaros liberales, socialistas y europeístas- no cuenta con ningún rival político. Muchos intelectuales, muchos de los que en su día lucharon activamente contra el comunismo, temen ahora una deriva aún más decisiva de su país hacia el autoritarismo y un nacionalismo aún más combativo y xenófobo. Temen finalmente también -y especialmente tras ese acto de vandalismo político representado por el referéndum del Brexit-, la salida de Hungría de la Unión Europa o su acercamiento, aún más evidente, a la Rusia de Putin.

Olga Glondys (GEXEL-CEFID-Universidad Autónoma de Barcelona)