Los mitos nacionales de la conquista americana

El descubrimiento y la conquista de América constituyen una fuente inagotable de relatos e imágenes que con los siglos han ido transformando aquel proceso en una auténtica epopeya con sus mitos y héroes. La inmensidad de las tierras americanas y su carácter salvaje e inhóspito, el contacto con la alteridad absoluta que constituían las sociedades indígenas para aquellos europeos, los relatos sobre ciudades de oro escondidas en lo más remoto de aquellos espacios desconocidos y misteriosos, todo contribuyó a forjar representaciones míticas que revistieron el llamado “Nuevo Mundo” de un carácter mágico, objeto de todas las fantasías. La genealogía de esta leyenda americana se remonta a los propios cronistas de Indias, que a partir del siglo XVI describieron cada etapa de la colonización aplicando unos esquemas interpretativos heredados de su tiempo. Pero junto a estas narraciones más cultas, los relatos populares que difundieron a su regreso los marineros, mercaderes, funcionarios y soldados constituyeron la matriz del imaginario colectivo que se creó en la Península en torno a América. La “invención” de América que resultó de ese proceso, como señaló el historiador mexicano Edmundo O’Gorman, fue una construcción historiográfica e ideológica que no solo permitió dominar ese continente sino que contribuyó a crear la mitología necesaria a la realización de la magna empresa.

Desde los primeros aventureros que se lanzaron en expediciones de exploración o colonización hasta la masiva corriente de emigrantes trasatlánticos que fueron a “hacer la América” en los años 1880-1930, el Nuevo Mundo ejerció un poder de atracción capaz de movilizar a generaciones y de alimentar imaginarios que fueron arraigándose en la sociedad española. El estupor y la fascinación que experimentaron las sociedades ibéricas ante aquellos espacios dilatados y vírgenes de todo contacto con Europa, dieron lugar a un “espejismo de las Indias” que siguió funcionando hasta después de la pérdida de las colonias.

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Durante el siglo XIX, España compensó simbólicamente la progresiva disolución de su imperio de ultramar recuperando su pasado colonial como matriz de su grandeza pretérita. El IV Centenario de 1892 hizo del descubrimiento de América un momento fundacional que, junto con la conclusión de la Reconquista, habría sellado la unificación de España en torno a una empresa colectiva cuyo fermento era la religión católica y la expansión imperial. El lema del Plus Ultra, adoptado por Carlos V y actual divisa del Estado español, remite a dicha vocación exterior, subrayando la capacidad española para lanzarse al Mare tenebrosum, ese Atlántico desconocido cuya exploración parecía vedada más allá de las legendarias columnas de Hércules. A partir de 1892 y del “Desastre” colonial del 98, las elites españolistas ―e incluso las catalanistas― se apoderaron del mito americano como elemento estructurante de sus políticas nacionalizadoras, una tendencia que no se desmentiría a lo largo del siglo XX y que contribuyó a nutrir la lectura mitificada del pasado americano mediante monumentos conmemorativos, ritos cívicos y manuales escolares.
En torno al 12 de octubre, celebrado por primera vez en 1892 y convertido en fiesta nacional en 1918, se construyó la mitología del descubrimiento, ocultando la motivación económica de la expedición de Colón en busca del Asia. Desde la leyenda del piloto anónimo que supuestamente inspiraría la preparación de la expedición colombina hasta la protección ofrecida por Isabel de Castilla con el empeño de sus joyas, las narraciones convirtieron aquel hallazgo fortuito de las tierras americanas en el cumplimento necesario de un destino providencial.

Para un país que desde 1825 y más aún 1898 se vio relegado a una condición de potencia de segundo orden, hacer revivir la epopeya americana permitía compensar el orgullo herido y valorar el carácter nacional encarnado por los conquistadores, vistos como pioneros del seiscientos, a imagen de los arrojados pioneers que hicieron Norteamérica en el diecinueve. Con la conquista, América se torna una fábrica de héroes, produciendo sus mitos ―El Dorado, Cíbola y la fiebre del oro― y sus íconos, Hernán Cortés y Francisco Pizarro ―los grandes conquistadores de los imperios azteca e inca― u otras tantas figuras que inspiraron la literatura y el cine (Alvarado, Orellana, Lope de Aguirre, Cabeza de Vaca…). Aquellas trayectorias excepcionales no solo ofrecían una materia épica inspiradora, sino que resaltaban aspectos positivos del carácter español, un genio aventurero, intrépido e idealista que combina el temple guerrero de un Cid con el talante quimérico e irrisorio del Quijote.

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Con el repunte de un nacionalismo vindicativo a partir de la década de 1910 y durante el franquismo, la valoración de aquellas figuras ―junto a la de destacados exploradores como Núñez de Balboa o Elcano― permitió contrarrestar los tópicos atribuidos a la llamada leyenda negra anticolonial, la de unos conquistadores crueles, indisciplinados y movidos por la codicia y la ambición. Esta labor de vindicación histórica dio lugar a una leyenda aúrea que ensalzaba la colonización española como desinteresada, prudente y sabia, como una obra civilizadora y evangelizadora inspirada por la Corona y protagonizada principalmente por los frailes misioneros. Según este esquema que refutaba las acusaciones formuladas contra España por sus rivales europeos, la colonización española se había inspirado en una legislación humanitaria y precursora de los derechos humanos (las Leyes de Indias) y, mediante figuras como Fray Bartolomé de las Casas, habría velado por la protección de los indios. La figura del monje entregado a la misión de educar a los pueblos “inferiores” condujo a mitificar un proceso que en gran parte obedeció a intereses económicos y geopolíticos. Esta perspectiva panegírica inicialmente prosperó entre los historiadores más conservadores que fraguaron el mito de la Hispanidad ―con Ramiro de Maeztu a su cabeza―. Desde este enfoque, la conquista de América se hizo en nombre de la cruz y España realizó con aquella empresa su destino histórico, difundiendo la fe católica por el mundo y volviéndose el “eje espiritual del mundo hispánico”.

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Dicha lectura mitificada de la conquista, que veía en España la madre de la “Raza hispana”, de una familia iberoamericana alumbradora de pueblos, parecía ignorar la reflexión sobre la catástrofe demográfica y cultural que representó la destrucción de las civilizaciones amerindias. Aunque desde la academia se produjo tempranamente un trabajo crítico mucho más equilibrado, este discurso mítico siguió impregnando las representaciones colectivas sobre el pasado colonial en España hasta el V Centenario de 1992. Dicha conmemoración hizo culminar este imaginario eurocéntrico de una España con vocación americana, pero paradójicamente contribuyó a deconstruir este mismo mito, gracias al viento de polémicas que desató desde Latinoamérica y al eco que tuvieron en la prensa y los medios de comunicación.

David Marcilhacy
(Université Paris-Sorbonne)

Violencia vasca: ¿una memoria sin historia?

Entre los éxitos más notorios del “presentismo” en nuestro país se cuenta la impresión generalizada de que el franquismo se aplicó con especial saña y, sobre todo, desde el inicio contra las llamadas “comunidades históricas”. Basta un recuento mínimamente riguroso para comprobar que esto no fue así (Espinosa, 2009). Sin embargo, la llamada “memoria histórica” acude a relatos construidos ad hoc que respaldan sus presupuestos de partida, porque, como ya advirtiera Todorov (2002), la memoria colectiva no es memoria, sino solo “un discurso que se mueve en el espacio público”.

En el caso del País Vasco ese éxito radica en buena medida en el fuerte y útil sentido de comunidad de que ha hecho gala históricamente la región. A cada conflicto que ha sufrido ha respondido construyendo relatos capaces de reconciliar a la parte más dinámica de su élite mediante una explicación exógena y victimista. Obviando lo que cada uno de ellos ha tenido de contradicción interna, todos han sido reducidos grosso modo a un pertinaz ataque exterior contra una comunidad vasca percibida inmutable, única y unida, pacífica y dedicada a lo suyo. Por no ir más allá de la contemporaneidad –aunque el asunto se remonta a dos o tres siglos antes–, los conflictos civiles entre vascos que ocultó la magnitud de la francesada, de las guerras carlistas, de la última guerra civil y hasta de la “úlcera” terrorista de este pasado medio siglo se han subsumido en la impresión de una agresión reiterada contra un pueblo victimizado (Rivera, 2004). A cada brecha social, los vascos hemos sabido fraguar un relato que oculta la verdad de lo sucedido (la historia) para así restañar las heridas internas, reconciliar a determinadas élites y cuerpos sociales, y derivar hacia otro lado o hacia la nada las responsabilidades (Castells y Rivera, 2015).

Como la llamada “memoria histórica” parece no tener un tiempo más señero que la guerra civil de 1936 y la posterior dictadura franquista, será bueno acudir a esta. No es nueva la apreciación de que el nacionalismo vasco trató desde el principio de presentar aquella como una “guerra nacional”, entre los vascos (republicanos, aunque se obvie) y España (en conjunto, fascista) (Aguilar, 1998). El corolario de esa versión ahistórica sería una interpretación de la represión franquista en el País Vasco en clave de genocidio y su incorporación como otro proceso más en una trayectoria secular de “conflicto” o de confrontación entre España y los vascos (Egaña, 2011; Irujo, 2015).
Semejante ejercicio de tergiversación necesita prescindir y escapar de la historia para así poder afirmar dos falsedades: que no se enfrentaron vascos de uno y otro bando, y que la represión franquista fue aquí singular. Para lo primero se difuminan hechos diversos como la distinta disposición inicial de las fuerzas políticas vascas a defender la República, la masiva entidad del Requeté vasconavarro, los asaltos a barcos-prisión con el consiguiente asesinato de derechistas o la rendición de Santoña. Para lo segundo se opta por no abordar de manera seria la contabilidad de la represión franquista en el lugar. Una contabilidad que, hasta donde sabemos, coloca al País Vasco (sin Navarra) a la cola de ese macabro ranking, solo aventajado por Cataluña (Vega, 2011). Por diversas razones, pero sobre todo por las características de la principal fuerza política vasca progubernamental (el PNV) –sus coincidencias ideológicas con los sublevados: religión, conservadurismo, propiedad, orden–, la represión física fue mucho menor (y se aplicó más contra las izquierdas que contra los nacionalistas), mientras que la económica (multas derivadas de la Ley de Responsabilidades Políticas) o de otro carácter fue notablemente superior a la española. Como dijo el falangista Giménez Caballero en 1937, “las columnas rescatadoras que Dios guía no tenían por qué actuar [en Vizcaya] con el ímpetu justiciero y purificador que en Badajoz o en Málaga”. Aunque se olvida a menudo, la violencia represiva, más que una furia desenfrenada, era sobre todo una estrategia militar criminal que buscaba la desactivación del oponente. De ahí sus variantes, modulaciones y modalidades, y su distinta aplicación conforme a espacios y tiempos diferentes (Gómez Calvo, 2014).

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Solo echando mano de la acomodaticia memoria y renunciando a la historia se puede fraguar un relato unificador de los vascos soportado en el recuerdo del sufrimiento. Siendo diverso, este no permite comparativas. El testimonio de un padre represaliado a su hijo o de un multado puede pesar tanto o más que el miedo de los familiares de los asesinados masivamente. Desde luego es claro que duró más tiempo esta reserva de temor administrada por la dictadura. La victimización personal y colectiva no acude a explicaciones sino a su propia condición, a su esencia. No valen los detalles que pueden emborronar la memoria de la víctima dando cuenta de lo que hizo antes de convertirse en tal o explicando su victimización. Al contrario, la víctima genérica –desde el multado al paseado– siempre tiene razón, como héroe del siglo XX que es (Judt, 2006), y su condición no precisa de más detalles. Para lo que pide, basta y sobra la memoria. El recuerdo del bombardeo de Guernica apuntala la impresión de ese pueblo victimizado y desvanece definitivamente la idea de que hubiera vascos de uno y otro lado.

Todo es puro “presentismo”. En puridad, fue la violencia desatada por la dictadura en el País Vasco en la segunda mitad de la misma la que estableció el axioma de una continuidad y singularidad represiva desde el inicio. Las protestas obreras primero y el mecanismo acción-represión puesto en marcha por ETA después están en la raíz de ese cambio. Desde los años 60 del siglo XX el País Vasco fue escenario privilegiado de la oposición al régimen y, por tanto, de la respuesta violenta de este. Huelgas prolongadas como la de Bandas, estados de excepción reiterados, movilizaciones crecientes y cifras disparadas de detenidos y maltratados en comisarías lo evidencian.

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Incluso puede verse un previo durante el primer franquismo con el que se podría hilar –aunque no se ha hecho o no se ha hecho lo suficiente– una continuidad protagonista por parte del llamado “Pueblo Vasco”. Algunas de sus expresiones serían: una importante represión económica, laboral o de destierros y exilio tras la guerra; un gobierno en el exilio más o menos unido, liderado por el lehendakari Aguirre y con cierta obediencia en el interior; una temprana reorganización de la protesta laboral y política, ya para 1947 y 1951; la limitada adhesión de las élites locales vascas al franquismo, al que usaron más que representaron; el cambio de condición de un desconocido número de tradicionalistas y su paso de “vencedores de la guerra a perdedores de la paz”; una más temprana recuperación económica e industrial, con su consecuencia de protesta sociolaboral; la percepción popular antes que partidaria de la represión, donde se veía a un vasco represaliado y no a un comunista, un nacionalista, un socialista o un activista concreto; el posicionamiento de importantes sectores de la Iglesia católica en la etapa conciliar; y, finalmente, la reactivación de la decaída comunidad nacionalista vasca gracias a la creación de ETA y su conflictiva capacidad para aunar lo nacional y lo social siendo además eficaz en su lucha contra el régimen.

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De manera que la memoria de la represión se habría construido en el tardofranquismo, desde las experiencias de entonces, pero sobredimensionando la percepción de lo ocurrido con anterioridad, incluso en la propia guerra: esa convicción irreal de que los vascos habrían sido especialmente castigados desde siempre.
La cosa no dejaría de ser una anécdota –otro rasgo más de la idiosincrasia vasca– si no estuviera siendo alimentada en las últimas décadas desde ámbitos gubernamentales y sociales, con el objetivo de reiterar esa construcción victimista del “pueblo vasco”, recomponer la comunidad fracturada por la violencia mediante esa común condición sufriente y desvanecer las responsabilidades por lo ocurrido en el último medio siglo de terrorismo. La memoria de la represión del primer franquismo resultaría funcional para justificar lo ocurrido en su segunda parte: el recurso al terrorismo como forma de acción política se vería así como inevitable en razón de la historia inmediata (Arregi, 2015; Fernández Soldevilla, 2015).

La política de memoria pública del Gobierno Vasco nacionalista trabaja en esa dirección: esquiva los riesgos de un conocimiento veraz y se aplica a una constelación de referencias de memoria que apuntalen la idea constante de la victimización del País Vasco para desde ahí saltar a su otro soporte base, la tesis del “conflicto” (Molina, 2015). Ese tránsito es común a toda la «gramática nacionalista» (Alonso, 2007): a los gubernamentales les sirve para desdibujar el carácter etnonacionalista de aquella violencia; para los legitimadores del terrorismo convierte su decisión de matar casi en designio, en destino fatal y, de nuevo, irresponsable. En esa epistemología buscadamente confusa se mezclan sin explicación las víctimas y represaliados que van desde la guerra civil al terrorismo, sorteando tiempos diferentes y etiologías de la victimización encontradas (una víctima del terrorismo o un terrorista convertido a su vez en víctima) (Castells y Rivera, 2017).

“Cuantos más, mejor. Cuantas menos explicaciones del porqué, mejor. Más memoria y menos historia”. Joseba Arregi lo sintetizaba así: “Todo es nada y todos nadie”. Todos víctimas y nadie culpable, también. Por eso el trípode que soporta la política hegemónica de memoria pública –el victimismo colectivo, la teoría del “conflicto” y el consiguiente desvanecimiento de la responsabilidad– viene respaldado por la opinión pública vasca, dispuesta a ver lo ocurrido en este último medio siglo mejor en una pantalla que en un espejo.

Es así como se explica el intercambio de papeles de los diferentes agentes sociales y políticos cuando se trata de identificar el tiempo y proponer políticas públicas de memoria para la guerra civil y el franquismo, por un lado, y para el terrorismo de ETA, por otro. Los que en la Transición apostaron por “echar al olvido” la memoria de la guerra civil y de la dictadura para que esta no deslegitimara para la competición política a los sectores franquistas y se impusiera el bien mayor de la democracia son, sin embargo, partidarios de un recuerdo con vencedores y vencidos en el caso del terrorismo. Al revés, los que frustrados por los resultado de aquella Transición reclaman poco menos que su reversión, asisten al tiempo reciente proponiendo “una página en blanco” desmemoriada para construir el futuro. Los que quieren pasar página de lo inmediato acuden raudos a la memoria de la guerra y la dictadura; quienes toman esas violencias más lejanas como superadas tratan de mantener vivo el recuerdo de lo ocurrido (y de sus víctimas) en los últimos decenios.

En medio, como Cristo entre dos ladrones, el Gobierno Vasco estimula una febril actividad de informes y estudios parciales que no lleven a ninguna conclusión. Prima la intención de sostener un estereotipo de país que expulse del recuerdo a los incómodos (ahora las víctimas del terrorismo) y afronte otra vez el futuro desde la imprecisa y acomodaticia memoria, y no desde la adusta y exigente historia. Una estrategia de conocimiento, entonces, remisa a respaldar ningún gran proyecto de conocimiento histórico de lo ocurrido, ni para la guerra civil, ni para el franquismo, ni para los años del terrorismo. Y, sin embargo, todas esas violencias y sus víctimas, siendo desiguales en sus contextos históricos, precisan de un similar tratamiento que pase por el conocimiento riguroso, por el reconocimiento y dignificación de los damnificados (con expresión de todos sus derechos, materiales y morales), y luego, pero solo luego, por una gestión pública de la memoria y del olvido, como precisa cualquier colectivo y la sociedad en su conjunto.

En ese contexto, el proyecto de investigación “Historia y memoria del terrorismo en el País Vasco” surge de un acuerdo entre el Centro-Memorial de las víctimas del terrorismo y el Instituto de Historia Social “Valentín de Foronda”. Su cometido principal es generar un fondo documental exhaustivo que permita trabajar en el futuro a todo tipo de investigadores, creadores o ciudadanos interesados en esta problemática. Es un reto de gran envergadura, pero posiblemente también la manera de abordar con rigor y profesionalidad estas cuestiones. El tiempo, como siempre, juzgará nuestro trabajo.

Referencias bibliográficas:
• Aguilar, Paloma: “La peculiar evocación de la guerra civil por el nacionalismo vasco”, Cuadernos de Alzate, 18 (1998), pp. 21-40.
• Alonso, Martín: “¿Sifones o vasos comunicantes? La problemática empresa de negar legitimidad a la violencia desde la aserción del ‘conflicto vasco’”, Cuadernos Bakeaz, 80 (2007).
• Arregi, Joseba: El terror de ETA. La narrativa de las víctimas. Madrid: Tecnos, 2015.
• Castells, Luis y Rivera, Antonio: “Las víctimas. Del victimismo construido a las víctimas reales”, en F. Molina y J.A. Pérez (eds.), El peso de la identidad. Mitos y ritos de la historia vasca. Madrid: Marcial Pons, 2015, pp. 265-305.
• Castells, Luis y Rivera, Antonio: “The battle for the past: community, forgetting, democracy”, en Leonisio, R. et alii (eds.), ETA’s Terrorist Campaign. From violence to politics, 1968-2015. London and New York: Routledge, 2017, pp. 184-200.
• Egaña, Iñaki: El franquismo en Euskal Herria. La solución final. Andoain: Txalaparta, 2011.
• Espinosa, Francisco: “Sobre la represión franquista en el País Vasco”, Historia Social, 63 (2009), pp. 58-76.
• Fernández Soldevilla, Gaizka: “Mitos que matan. La narrativa del ‘conflicto vasco’”, Ayer, 98 (2015), pp. 213-240.
• Gómez Calvo, Javier: Matar, purgar, sanar. La represión franquista en Álava. Madrid: Tecnos, 2014.
• Irujo, Xabier: Genocidio en Euskal Herria. 1936-1945. Pamplona: Nabarralde, 2015.
• Judt, Tony: Postguerra. Una historia de Europa desde 1945. Barcelona: Crítica, 2006.
• Molina, Fernando: “El conflicto vasco. Relatos de historia, memoria y nación”, en El peso de la identidad, pp. 181-219.
• Rivera, Antonio: “Cuando la mala historia es peor que la desmemoria (acerca de los mitos de la historia contemporánea vasca)”, El valor de la palabra, 4 (2004), pp. 41-72.
• Todorov, Tzvetan: Memoria del mal, tentación del bien. Indagación sobre el siglo XX. Barcelona: Península, 2002.
• Vega Sombría, Santiago: La política del miedo. El papel de la represión en el franquismo. Barcelona: Crítica, 2011.

Antonio Rivera (Universidad del País Vasco; IP Proyecto VIOPOL, Violencia Política)

América en el imaginario de los intelectuales españoles entre la vieja y la nueva España

Las independencias de las colonias americanas fraguadas en las primeras décadas del siglo XIX y las de Cuba y Puerto Rico a finales del mismo hicieron surgir nuevos países, cuyas élites, para afirmar su nueva identidad nacional, recurrieron a un discurso intelectualmente bélico contra la metrópoli. La imagen de “España” en el ideario de estas minorías criollas no distaba mucho de la que Masson de Morvilliers describió en la Enciclopedie Méthodique a finales del siglo XVIII y de la construida como leyenda negra de la Monarquía Hispánica: un país atrasado y bárbaro, preso de las tinieblas de la Inquisición eclesiástica y de una nobleza retardataria.

La pérdida de las colonias americanas fue para los intelectuales españoles del XIX una de las más claras muestras de la decadencia de España o incluso, como expresa Ángel Ganivet en su Idearium español, de una historia que había desviado su rumbo desde que Carlos V fue proclamado emperador “apenas constituida” España “en Nación”, porque “nuestro espíritu –añade Ganivet– se sal[ió] del cauce que le estaba marcado y se derram[ó] por todo el mundo en busca de glorias externas y vanas”.

La conmemoración en 1892 del descubrimiento de América, “maravilloso y sobrehumano acontecimiento” en palabras de Marcelino Menéndez Pelayo, dio lugar a varias iniciativas para estrechar los lazos intelectuales con los países de América. La Real Academia Española encargó al autor montañés una Antología de poetas hispano-americanos. Como otros muchos intelectuales –Miguel de Unamuno es un buen representante–, Menéndez Pelayo destacó la comunidad lingüística que formaban España y los países americanos. Si muchos aspectos de la conquista y de la colonización eran discutibles, la extensión del idioma español en América, desde río Bravo hasta Tierra de Fuego, era un elemento que mostraba la potencialidad de la cultura española, cuya literatura, según afirma Menéndez Pelayo en la introducción, se escribía a ambos lados del Atlántico para cincuenta millones de hispanohablantes. Su interés por la literatura hispanoamericana era grande desde tiempo atrás y mantenía una abundante correspondencia transatlántica. Don Marcelino fue, en general, muy respetado en América, y a su muerte un grupo de emigrantes españoles en Argentina, encabezados por Avelino Gutiérrez, quiso hacerse con su biblioteca, pero, al haber sido ésta donada al Ayuntamiento de Santander, emplearon el dinero recaudado para constituir la Cátedra Menéndez Pelayo, la cual fue inaugurada por Ramón Menéndez Pidal en 1914. Promovida por la Institución Cultural Española, y en estrecha colaboración con la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas (JAE), fue ocupada sucesivamente por algunos de los intelectuales y científicos españoles más reconocidos como el filósofo José Ortega y Gasset, el matemático Julio Rey Pastor, el economista Luis Olariaga, el fisiólogo August Pi i Sunyer, el físico Blas Cabrera, el filósofo Eugeni D’Ors, el historiador Américo Castro, la pedagoga María de Maeztu, el filósofo Manuel García Morente, y los doctores Gonzalo Rodríguez Lafora, Gustavo Pittaluga, Pío del Río Hortega y Gregorio Marañón, entre otros.

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Precursores de estos viajes fueron los de Rafael Altamira y Adolfo Posada entre 1909 y 1910 a varios países hispanoamericanos con el fin de restablecer las relaciones científicas e intelectuales. Dentro del espíritu de reformismo social y político que inspiraba el krausoinstitucionismo, sus recomendaciones quedaron plasmadas en libros como el de Posada Relaciones científicas con América (Argentina, Chile, Paraguay y Uruguay), publicado en 1911.

Eran momentos en los que el discurso de Ernest Renan y Edmond Demolins sobre la superioridad de las razas anglosajonas en comparación con las latinas tenía predicamento. Altamira, Posada y luego Ortega empezaron a mostrar en América una España muy distinta de la que el filósofo denominó “oficial”: un país cuyos universitarios habían salido a formarse al extranjero y conocían bien las corrientes científicas de la época. Para las colectividades españolas, esta nueva imagen era un capital simbólico importante en su lucha por el dominio de espacios sociales y políticos en competencia con otras colectividades inmigrantes y con las élites criollas.

Los viajes de los intelectuales españoles sirvieron para intensificar las relaciones con intelectuales americanos y construir redes científicas y literarias, pero no fueron el único mecanismo de imbricación de dichas redes. La prensa, las revistas culturales y científicas y el tráfico editorial de libros entre uno y otro lado del Atlántico fueron también fundamentales. Los diarios y revistas de Hispanoamérica acogieron desde finales del siglo XIX con asiduidad artículos de intelectuales españoles como los citados Altamira, Posada, Ortega, Unamuno, y también Vicente Blasco Ibáñez, Azorín, Ramiro de Maeztu, Francisco Grandmontagne, etc., al tiempo que, aunque en menor medida, intelectuales hispanoamericanos publicaban en los medios españoles y Revista de Occidente recogía textos de Victoria Ocampo, Alfonso Reyes, Pablo Neruda o Jorge Luis Borges. Muchos intelectuales españoles sintieron, en palabras de Ortega, “un afán hacia América”, tierra abierta de posibilidades, pero España sólo podía esperar contar allí si se conseguía, según el filósofo, “estrangular el tópico inepto de la fraternidad hispanoamericana”.

Varios gobiernos hicieron un esfuerzo importante para reconstruir las relaciones intelectuales con América a través de organismos como la JAE o el Centro de Estudios Históricos. Intelectuales como Américo Castro, impulsor de la sección hispanoamericana de este Centro, y Federico de Onís, director del Hispanic Institute de la Columbia University de Nueva York, ejercieron funciones claves. Este último, por ejemplo, fomentó los estudios hispánicos en Estados Unidos y difundió allí la obra de numerosos escritores españoles.

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La labor de los intelectuales liberales por presentar en América una España nueva y establecer relaciones de igual a igual con las comunidades hispanoamericanas se rompió con la quiebra que en tantos aspectos supuso la Guerra Civil. El retorno a una visión imperialista de España, en la línea de las ideas de Menéndez Pelayo, rompió con estos fructíferos precedentes, aunque el exilio sirvió para estrechar lazos por nuevas vías. La Defensa de la Hispanidad de Maeztu se convirtió en referencia con su reivindicación de una “Monarquía misionera” que había propagado la fe e impulsado la civilización católica en las Indias.

Javier Zamora Bonilla
(Universidad Complutense de Madrid)