El exilio republicano en el fin del mundo

En aquel “puerto loco” en cuyo pecho están tatuadas “la lucha/la esperanza,/la solidaridad/ y la alegría/ como anclas/ que resisten/ las olas de la tierra” -en aquel disparate al que Pablo Neruda llamó Valparaíso-, atracó un 3 de septiembre de 1939 un barco con nombre alado, como el poeta también apuntó, que transportaba a los más de 2000 republicanos que habían conseguido salir de Francia para comenzar una nueva vida en el fin del mundo, allí donde se decía que estaba un país angosto e ignoto llamado Chile. La expedición del Winnipeg -palabra alada- fue puesta en marcha gracias al compromiso del gobierno chileno y a las gestiones de Pablo Neruda, Cónsul Especial para la Inmigración Española, delegado en París, una hazaña cuya importancia ha alcanzado una dimensión mítica que, como indica Francisco Caudet (2002), está plenamente justificada debido a los numerosos obstáculos que tuvieron que afrontar durante su gestión.

Si bien hacia 1938, cuando Pedro Aguirre Cerda llegó al poder con el Frente Popular, aumentó la presencia pública de los republicanos españoles que vivían en Chile y se estrecharon los lazos con el equivalente gobierno español, la decisión humanitaria de traer al país andino a centenares de exiliados fue abiertamente rechazada por la derecha chilena que, apoyada por el sector franquista de la colectividad de españoles asentada en Chile -que había adoptado poder tras la guerra civil gracias al respaldo de la Embajada-, y por los diarios santiaguinos más conservadores como El Mercurio, El diario ilustrado o El Imparcial, presionó incesantemente al gobierno de Aguirre Cerda para derribar la política de asilo de los refugiados desde las primeras negociaciones de Pablo Neruda con la creación del Comité Chileno de Ayuda a los Refugiados Españoles (CChARE). El alto coste que supondría para el gobierno la acogida de los inmigrantes o la invasión del país por los comunistas eran sus principales argumentos, apenas fundamentados, ya que, entre otras cuestiones, el viaje del Winnipeg fue financiado principalmente por el Servicio de Emigración de los Republicanos Españoles (SERE) y por la Federación de Organizaciones Argentinas pro Refugiados Españoles (FOARE).

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La campaña que desplegó el gobierno del Frente Popular de Pedro Aguirre Cerda se centró en valorar la mano de obra española considerándola un factor determinante para el desarrollo del país, lo que avivó la solidaridad del pueblo chileno. En efecto, esa mano de obra llegó a Chile a bordo del Winnipeg, hasta el punto de que historiadores como Dora Schwarzatein (2001) han señalado que la emigración republicana en Chile fue la de menor número de intelectuales de toda América al estar caracterizada por una alta proporción de artesanos y obreros repartidos en fábricas, compañías pesqueras, puertos, etc. Pero esto no quiere decir que la contribución republicana intelectual careciera de influencia, al contrario, fue determinante para el desarrollo de algunos ámbitos de la cultura chilena. La cálida acogida que recibieron periodistas, críticos, escritores, pintores, directores teatrales, actores, músicos, dramaturgos y escenógrafos españoles propició que sus trayectorias profesionales se vieran continuadas durante su exilio con éxito, ya que en Chile, como ha indicado Caudet (1997), no se produce una desconexión de los exiliados con respecto a la realidad de sus países de acogida, causa del “efecto distorsionador de la realidad”; esto no ocurre no solo por el tenaz empeño de integración por ambas partes, sino también porque los exiliados supieron orientar sus intereses tanto hacia la producción cultural española como hacia la americana, imbricándolas, en ocasiones.

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Portada de Proyecciones árabes de la poesía castellana (1954) de Vicente Mengod, editada por el Instituto Chileno-Árabe de Chile, y La creación musical en Chile. 1900-1951 (1952) de Vicente Salas Viu, por Ediciones de la Universidad de Chile.

Durante la década de los cuarenta y cincuenta, algunos exiliados ya formaban parte de la vida pública santiaguina; las principales cabeceras chilenas solían mostrar interés por su quehacer profesional, con motivo de la publicación de un libro, la impartición de conferencias, exposiciones artísticas o estrenos teatrales. Pero no todos ellos habían llegado a Chile en el Winnipeg. Por ejemplo, Margarita Xirgu, cuando en 1941 había sido condenada por el Tribunal de Responsabilidades Políticas del gobierno de Franco “al extrañamiento a perpetuidad”, estaba radicada en Santiago de Chile con su marido Miguel Ortín, actor y administrador de su compañía. La intensa gira por América que la llevó a recorrer, desde inicios de 1936, los escenarios de Cuba, México, Colombia, Perú, Argentina, Uruguay y Chile, marcada por el sufrimiento y la incertidumbre de una guerra y por el asesinato de Federico García Lorca, se convirtió en una gira sin retorno. Su última temporada tuvo lugar en Santiago de Chile a finales de 1939, donde, fatigada y enferma, busca reposo. Será Santiago la capital que, un año después, la verá renacer como fundadora de la Escuela de Arte Dramático y, cuando recobra las fuerzas suficientes para reunir a su elenco de profesionales exiliados, como directora de su propia compañía, lo que la llevará a emprender “la gira del exilio” (1944-1946) a lo largo de Sudamérica . El éxito de la Compañía de Margarita Xirgu en los escenarios santiaguinos desde la creación de la Escuela vino determinado por el afán de su directora por crear repertorios en los que aunaba teatro español y chileno, lo que garantizaba una positiva recepción del público santiaguino, y por el apoyo incondicional de grandes profesionales como Edmundo Barbero, profesor de arte dramático y primer galán de la compañía, y del escenógrafo Santiago Ontañón. Estos, junto a otros intelectuales como Antonio Aparicio (1916-2000), que durante el breve período de tiempo que permaneció en Chile publicó Cuando Europa moría o doce años de terror (1946), Antonio de Lezama (1988-1971), quien trabajará como profesor de Historia del Teatro en la Escuela de Margarita Xirgu y como colaborador en medios como La Hora, y Pablo de la Fuente (1906-1976), de cuya producción literaria en el exilio destaca la novela El retorno (1969), formaron parte del grupo de los diecisiete asilados en la Embajada chilena de España tras la victoria del franquismo que, de noviembre de 1939 a junio de 1940, crearon el periódico El Cometa y de la revista antifascista Luna. A su llegada a Santiago, Pablo de la Fuente y su mujer Herminia Yáñez fundaron el Café Miraflores, el emblemático espacio de reunión de españoles republicanos.

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Arturo Soriano y Salvador Allende, caricaturas de Antonio Rodríguez Romera. (Archivo digital Memoria Chilena).

Otro grupo de intelectuales instalados en Santiago cruzó el Atlántico en el buque Formosa y declinó el ofrecimiento de instalarse en Argentina porque ya habían pactado con el gobierno chileno su compromiso de ingreso en Chile, a donde llegaron a través del Ferrocarril Transandino. De entre ellos, destacan Vicente Mengod (1908-1993) que, además de trabajar como crítico en El Mercurio, Las Últimas Noticias y la revista Atenea de la Universidad de Concepción, focalizó sus intereses académicos en la pedagogía -Los temas esenciales de la pedagodía contemporánea (1957)-, y fue uno de los primeros arabistas del país -Proyecciones árabes de la poesía castellana (1957), Situaciones del mundo árabe (1971)-; Eleazar Huerta (1903-1974), poeta, columnista en Las Últimas Noticias, crítico de Atenea, Boletín de Filología de la Universidad de Chile y Estudios Filológicos de la Universidad Austral de Chile, y autor de estudios como Poética del Mio Cid (1948), Esquema de poética (1969) o Indagaciones épicas: la maravilla época y su forma reveladora en la Ilíada (1969), y Antonio Rodríguez Romera (1908-1975), cuya labor como crítico de teatro y arte, además de caricaturista, en La Nación, Las Últimas Noticias, El Mercurio, Zig-Zag, Atenea, etc. y creador de obras clave como Historia de la pintura chilena (1951), le ha otorgado un lugar señero en la historiografía del arte chilena. Otro caso es el del filósofo Cástor Narvarte (1915-1999), que llegó a América en el barco inglés Órbita. Narvarte desarrolló una carrera investigadora y docente en Chile cuyos frutos se ven recogidos en títulos como La doctrina del bien en la filosofía de Platón (1972), Problemas de método y teoría (1981) o Nihilismo y violencia (1982).También, el de Magdalena Lozano (1910), que viaja con su familia a bordo del Masilia, una artista cuya obra pictórica, creada y desarrollada en el exilio, es testimonio de su doble identidad española y latinoamericana.

Los que arribaron a Chile en el Winnipeg conformaban, no obstante, un grupo muy ecléctico. Por una parte, encontramos intelectuales respaldados por una sólida trayectoria profesional como el musicólogo Vicente Salas Viu (1911-1967), acogido por la Universidad de Chile al poco tiempo de llegar al país, fundador de la Revista Musical Chilena; el pintor José Machado (1979-1958), que publica en Santiago sus Últimas soledades del poeta Antonio Machado (Recuerdos de su hermano José) (1958), o el periodista Isidoro Corbinos (1894), que renovó el periodismo deportivo en Chile. Por otra, están aquellos exiliados jovencísimos cuyas carreras comenzaron en el exilio mismo, lo que determina que su mirada creadora o sus intereses intelectuales sean más cercanos a la realidad chilena que a la “España peregrina”. Por ejemplo, la mayor parte de los títulos que nutren la obra del historiador Leopoldo Castedo (1915- 1999), que llega a Chile con apenas veinticuatro años, contribuyen a reconstruir la historiografía americana y chilena: Resumen de la historia de Chile (1891-1925) (1982), América (1991), Fundamentos culturales de la integración latinoamericana (1999), etc.; la propuesta dramática de José Ricardo Morales (1915-2016), el último dramaturgo del exilio, que falleció el pasado 17 de febrero a los cien años, desvela a un autor cuya mirada no se detiene en Chile o en España específicamente, sino que suscita temas tan universales que se enmarcan en un discurso de carácter transnacional; la integración a las corrientes artísticas contemporáneas chilenas y su carácter crítico han hecho de José Balmes (1927 – 2016) -que por su compromiso político se vio abocado al exilio durante la dictadura pinochetista-, y Roser Bru (1923), siempre distanciada de los cánones, dos de los artistas más influyentes del arte nacional chileno, galardonados con el Premio Nacional de Artes Plásticas en 1999 y 2015, respectivamente.

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Roser Bru, 2015 (The Clinic Online) / José Ricardo Morales el día de su 100 cumpleaños, 3 de noviembre de 2015 (Archivo personal de Yasmina Yousfi)

La doble mirada simultánea hacia España y Chile, que marcó las trayectorias profesionales de muchos de estos exiliados, fue una estrategia nacida, principalmente, de un sentimiento de gratitud. Como explicaba José Ricardo Morales (2012) “la primera responsabilidad que atañe al desterrado consisten en ponderar –que es pesar- cuánto le debe a la comunidad que le amparó, para brindarle su desprendida retribución”, así, “al dar origen en el país adoptivo a diferentes actividades o conocimientos, de los que carecía, pudimos hacer de él nuestra nación, no por haber nacido en su territorio, sino por haber hecho nacer en este cuanto pudimos y le debíamos”. Proyectos como la creación del Teatro Experimental de la Universidad de Chile, cuyo programa inaugural propuesto por José Ricardo Morales se nutría de obras reresentadas por el Teatro El Búho –Ligazón de Valle Inclán y La guarda cuidadosa de Cervantes-, que dirigió Max Aub en Valencia durante la República y del que este dramaturgo formó parte, o la editorial Cruz del Sur, creada por Arturo Soria y Espinosa (1907-1980), que no solo contaba con colecciones dirigidas por españoles, como Tierra firme o Razón y vida de José Ferrater Mora y La fuente escondida y Divinas palabras a cargo de Morales, sino también con Colección de Autores Chilenos y Nueva Colección de Autores Chilenos, dirigidas por intelectuales chilenos como Manuel Rojas y José Santos González Vera, respectivamente, gozaron de un considerable impacto. Aunque también existieron medios dirigidos explícitamente al público español exiliado -como es el caso de publicaciones periódicas como España libre, el vocero quincenal de resistencia antifascista en el que trabajaron Vicente Mengod, Antonio Rodríguez Romera, Pablo de la Fuente, Vicente Salas Viu, Eleazar Huerta, que contó con eventuales colaboraciones de Rodrigo Soriano o José Ferrater Mora -, estas empresas adoptaron en Chile un carácter transnacional, ya que aunaban debates que traspasaban las fronteras de España, abordando tanto un panorama local, chileno, como continental, americano y europeo.

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«Nosotros tantos (homenaje a Juan Emar)” (2011), obra de José Balmes y Gracia Barrios.

La investigación del exilio republicano en el fin del mundo, aquel lugar al que el Winnipeg se dirigía, es un tema que contiene aún aristas por estudiar y que merece ser abordado desde enfoques metodológicos que subrayen la heterogeneidad del fenómeno del exilio cultural -prácticas, ámbitos de actuación, impacto, recepción, etc.- para detener “el sempiterno baile de los que sobran”, como señala Beatriz Lorenzo Gómez de la Serna en La emigración española a Chile (2008), aludiendo a la icónica canción de Los Prisioneros que hacía retumbar las paredes del pinochetismo. Algunos de sus protagonistas, como es el caso de José Ricardo Morales, cuya obra excepcional fue ninguneada por el discurso historiográfico construido durante el franquismo, afortunadamente comienza a suscitar el interés de la crítica y de las tablas (Ahumada, Aznar, Doménech, Godoy, Monleón, Ortego, Valdivia, etc.); otros, solo reciben homenajes desde un lado del Atlántico, el americano, como es el caso de Roser Bru -el último, organizado por el Centro Cultural de España en Chile con la participación de la artista valenciana Paula Bonet-; algunos, como un guiño fantasmal, aparecen en la gran pantalla, como ocurre con la excepcional figura de Víctor Pey -intelectual centenario que aún lleva las amarras del periódico chileno El Clarín- en la magistral Neruda (2016) de Pablo Larraín, cuyo peso en el relato obliga inevitablemente al espectador a preguntarse qué diantres hace un español entre tanto chileno.

La mayor parte de los intelectuales citados en este texto, hecho de pinceladas demasiado rápidas, publicaron su obra en Chile; pocos tienen la suerte de contar con alguna reedición española, por lo que es muy difícil leerlos y estudiarlos hoy en España. Más penosa es la situación de los periodistas –con algunas excepciones como Ramón Suárez Picallo (1889-1964)-, cuya obra, sin la necesaria recuperación hemerográfica -un trabajo de largas horas en los sótanos de la Biblioteca Nacional de Chile- jamás podrá salir a la luz. Solía decir José Ricardo Morales desde la casa chilena de su destierro, que “sin el debido conocimiento de la obra efectuada no cabe reconocimiento de ninguna especie”. El quid de esta cuestión no es otro que aceptar que “el fin del mundo” de todos ellos coincide con el comienzo del nuestro.

Yasmina Yousfi López
GEXEL-CEFID-Universitat Autònoma de Barcelona

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