Una patria mayor: América en la identidad nacional española

América ha ocupado un lugar central en la identidad española a lo largo de la época contemporánea. Esta relevancia se ha basado, al menos, en dos buenas razones. Por una parte, se trataba de reivindicar un pasado glorioso, el del descubrimiento y la conquista de un continente. Lo más grande que había hecho España en su historia, una epopeya que sirvió para fabricar mitos y héroes perdurables: exploradores, guerreros y religiosos. Frente a las sombras arrojadas por la llamada leyenda negra, que presentaba a los españoles como gentes crueles y codiciosas, un relato de desprendimiento, civilización y mestizaje. Por otra parte, permitía concebir España como la cabeza –la hermana mayor o la madre patria—de una inmensa comunidad unida por la cultura, con una mentalidad marcada por la lengua castellana. “Una patria mayor”, en palabras del político Joaquín Sánchez de Toca. Lo cual compensaba, en términos de autoestima, la débil presencia española en el escenario mundial. Esa entidad tuvo diversos nombres: comenzó siendo la Raza, luego se denominó la Hispanidad y acabó el siglo XX transformada en la Comunidad Iberoamericana de Naciones.

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El 12 de octubre como fiesta nacional de los españoles

El día de la fiesta nacional es, por encima de cualquier otra celebración cívica, el momento clave para escenificar el recuerdo y la identificación con un pasado y un proyecto en común de toda comunidad política. Invención del siglo XIX para Estados nacionales en construcción y sometido luego a la rutina y a la renovación continua, suele recordar el origen de las naciones. Las instituciones apelan entonces a la emoción de los ciudadanos mediante referentes culturales, lugares y valores, activados para la ocasión. Con claras intenciones políticas, esos días orientan identidades de pertenencia y la búsqueda de consensos y legitimaciones.

El día nacional de los españoles es el 12 de octubre. Con cierto retraso respecto a otros países europeos y americanos, fue instituido por un gobierno monárquico en 1918 como Día de la Raza. El franquismo lo convirtió en Día de la Hispanidad en 1958 y desde 1987, con una democracia ya consolidada, se considera de forma oficial la Fiesta Nacional de España. Este festejo, singular en el contexto internacional, es uno de los símbolos más longevos y menos inestables del nacionalismo español.

En el caso de España, la fecha no está asociada a un acto fundacional de la nación, como una guerra de independencia, una revolución popular o el aniversario de una Constitución organizadora de un Estado liberal. Como signo excepcional, la celebración del 12 de octubre hace referencia al descubrimiento y la conquista de América como lo más sobresaliente y esencial del relato nacional. El festejo del ser español se sostiene con la proyección americana y la nostalgia del imperio como elementos fundadores de la identidad nacional. En la fiesta se funden además varias versiones del españolismo; ya sea en clave laica o católica, liberal o conservadora, todas sustentan el mito americano como referente unitario del nacionalismo español. El arraigo de la fecha explica asimismo la falta de consenso de otros hitos de la historia de España disponibles para la cohesión social, como podría ser la toma de Granada por los Reyes Católicos, la batalla de Covadonga, el levantamiento del 2 de mayo de 1808 frente al ejército francés, el aniversario de la Constitución de Cádiz o el de la de 1978.

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El 12 de octubre renueva cada año la idea de que la epopeya nacional española trasciende las fronteras territoriales y de que América se incorpora con España a la civilización occidental. Esa dimensión transnacional de la celebración construyó una comunidad internacional imaginada entre Estados y geografías, vinculada a un pasado colonial y con registros culturales comunes como el idioma y la religión. El carácter excepcional y trasnacional de la fecha se confirmó a partir de la I Guerra Mundial, cuando la mayoría de los países de América Latina incorporó el día a sus calendarios festivos. A partir de 1968 lo hizo también Guinea Ecuatorial, como día de su independencia respecto a España. La fecha, por fin, tiene un carácter simbólico para las comunidades de españoles y latinos en el exterior. El festejo condensa la obsesión por la unidad y el reconocimiento de lo hispánico. Además de fiesta nacional española, el día es por tanto un instrumento para la política exterior, las relaciones internacionales y la conformación de identidades transnacionales. Por lo menos, hasta que las Cumbres Iberoamericanas acapararon desde 1991 toda la atención institucional.

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Esos referentes culturales y geográficos múltiples del 12 de octubre cargan de ambigüedad ese símbolo clave del nacionalismo español. Desde el comienzo proliferaron las críticas al contenido, en exceso protocolario y propagandístico, del festejo y a la deficiente identificación popular, pese al apoyo inicial de la sociedad civil vinculada a los emigrantes españoles y al americanismo peninsular. Sin embargo, la fiesta también desplegó protagonistas y escenarios que la enriquecieron con diversos recursos y significados para afirmar identidades nacionales, locales, regionales y supranacionales. Amplios elencos de intelectuales, diplomáticos, empresarios y organismos públicos y privados se implicaron en los festejos y consolidaron el hispanoamericanismo como uno de los ejes centrales del nacionalismo español.

Al servicio del poder y del orgullo nacional, el día acompañó momentos de crisis institucional y de ofensiva diplomática. A lo largo de un casi un siglo, la celebración del 12 de octubre se narró de diferentes maneras y se transformó con la historia de España. Porque lo más significativo es su permanencia en el imaginario nacionalista, aunque haya cambiado de nombre. La fecha sobrevivió a los cambios de regímenes políticos, a una guerra civil, a las diferencias territoriales y a contextos internacionales cambiantes. América fue imaginada para unir a los españoles en torno a las monarquías constitucionales y a la república, a dictaduras y democracias. La fiesta fue parte de la evolución de la nación, del Estado y de la sociedad civil. Y a su vez sirvió para modular identidades nacionales de una España plural y con un territorio diverso. Porque, durante casi todo del siglo XX, se interpretó como un espacio para el reconocimiento de las identidades locales y regionales para configurar tradiciones nacionales. Antes del desarrollo del Estado autonómico, la fiesta fue un elemento aglutinador de regionalismos y nacionalismos periféricos, aun cuando el despliegue por la geografía nacional se orquestara desde Madrid y se imaginase, en grises o a colores, desde las pantallas del cine y la televisión.

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Como símbolo unificador común de los españoles, el 12 de octubre funciona hoy en día como el termómetro del estado de la nación, de su imagen exterior y de su vida política. El simbolismo de la fiesta alimentó especiales polémicas con motivo de las celebraciones del V centenario del descubrimiento de América en 1992, sin dejar de ser un día lleno de expectativas para la vida política de la monarquía parlamentaria. Los debates de la sociedad española se acoplan a la fiesta y España sigue festejando un acontecimiento que coloca su identidad colectiva y su proyección externa en diálogo con el mundo.

Marcela García Sebastiani
Universidad Complutense de Madrid

¿Realmente existió la UCD?

Sí, el título de esta aportación pretende ser hasta cierto punto provocador, pero resulta casi de necesidad distanciarnos del relato único sobre la transición hasta la fecha. Conceptos como ‘transición’ o ‘democracia’ pueden incluso ser susceptibles de críticas llenas de maniqueísmo, cuando la realidad del análisis, como en la vida, está en los matices. Las nuevas generaciones educadas en un régimen democrático reclaman un nuevo discurso sobre su pasado. Y toda generación tiene derecho a escribirlo. Aunque no nos guste. Aunque sacuda conciencias. Por que esa es la finalidad social del debate histórico.

La respuesta es obvia: claro que existió Unión de Centro Democrático, pero el paso del tiempo nos aporta perfiles diferentes. ¿Cómo definir a una organización de partido creada desde las bambalinas del régimen anterior con el propósito manifiesto de servir de ‘instrumento’ para traer la ‘democracia’ y el sistema plural de partidos? Aquel era un objetivo considerado por todos como ‘inevitable’ para salvar la muy duradera –para algunos ‘eterna’- anacronía de una dictadura militar entre la sociedad del bienestar occidental. No fue, en absoluto, una actitud improvisada, sino muy pensada y durante largo tiempo, para intentar acomodar la práctica institucional a la realidad social y económica. No hubo urgencias, sino un proceso pausado. Tanto, que no fue perceptible más que en su final.

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La UCD se creó con la idea de desarrollar el centro político. Todo el mundo conoce que la mejor definición del espacio centrista es el de aquel situado entre las posiciones más reconocidas de izquierda y derecha, sirviendo en la mayoría de los casos de contrapoder moderador. Ese carácter templado, pero al mismo tiempo con imagen de partido moderno fue su marca. Pero carecía de base. El movimiento interno de la organización siempre se caracterizó por ir en una única dirección: de arriba a abajo. Con un programa que tenía un alfa y un omega: la aprobación del consenso constitucional. La UCD era un partido ambiguo. Por cierto, nada ajeno a los enormes cambios que se estaban produciendo en el país entre 1977 y 1982: en UCD había desde sectores pertenecientes a los grupos más reaccionarios del franquismo hasta grupos socialdemócratas. Todos unidos en un amplio contexto social de aprobación de una democracia. Que no se entienda que con esto queremos decir que el proceso fuera fácil, ni mucho menos. Ni tampoco que fuera posible una opción ‘ruptura’, por que a lo mejor dentro de las alternativas de aquel presente tampoco era la que tenía mayores posibilidades reales. Pero en cuanto la UCD cumplió el papel para el que se la predestinó, dejó de ser necesaria. Y con los años, la idea de Suárez se encaminó hacia la vertiente de un centrismo más de orientación socialdemócrata que conservadora.

El control unipersonal de Suárez para arreglar hasta los asuntos más nimios del partido era propio de aquella conducta política en la que había sido educado, pero también la mayor evidencia de que su organización siempre fue un instrumento. No era nada nuevo. Fue reconocido por los mismos protagonistas durante mucho tiempo. También porque el paso de los años y la apertura de nuevos archivos -hasta ahora mayoritariamente de procedencia foránea- permiten apuntar a que el auténtico ‘tapado’ del proceso de transición era un joven sevillano llamado Felipe González. Sus buenas referencias aparecen en los archivos británicos mucho antes que el mismo Adolfo Suárez. A la altura de 1975, con el joven socialista tenían ciertos problemas en cuanto a su encaje: el temor a una radicalización estilo Portugal, la inexistencia de un único partido consolidado en la tradición socialista; el impacto de la imagen de unos socialistas en el poder tras cuarenta años de propaganda franquista que los había bautizado como ‘rojos’; y sobre todo, una rutina de poder y una feroz lucha interna entre familias conservadoras mantenida durante cuatro décadas… La socialdemocracia necesitaba su tiempo. Al principio, el peso de la historia no jugaba a su favor, sino en contra. Había que hacerlo digestible y digerible.

Pero precisamente lo que no había era tiempo. Los llamamientos a la ‘ruptura’ fueron constantes desde buena parte de la oposición. El atentado a Carrero Blanco había acelerado el proceso de búsqueda de un relevo que pudiera enfocar lo ya realizado en ausencia del ‘Caudillo’. Los hechos de Portugal desde 1974 complicaron todavía más la escena política española, pero lo ‘inevitable’ había llegado con la muerte de Franco. Surgió un nuevo líder: Suárez. También joven, aunque con una imagen de mayor madurez, con carisma, capaz de controlar los nuevos recursos de comunicación tras su dirección de RTVE; y sobre todo, capaz de tener unos primeros meses sin críticas por su falta de acción política previa de alto nivel. Virgen para la mayoría del público, pero también influenciable a las presiones de quien lo había colocado en el cargo.

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Este líder, indispensable en un país que acababa de dejar 40 años de liderazgo único, necesitaba una organización. De manera paralela al crecimiento de UCD, el PSOE se iba cimentando con mayor solidez que la organización centrista por todo el Estado, con contenidos de mayor renovación, preparado para dar el segundo empuje socialdemócrata necesario. Al lado, un PCE indispensable en la oposición a la dictadura, pero que como toda la vieja oposición llegaba tarde a la fiesta, tanto por la duración del exilio como por esa progresiva interiorización en forma de ‘lluvia fina’ de la idea de la ‘reconciliación nacional’.

La estructura inicial de UCD fue auspiciada básicamente con dinero no procedente de donaciones populares o de cuotas de afiliados, sino desde, para y por responsables institucionales. Y su equipo se nutrió de dos perfiles básicos: técnicos de la administración intermedia capaces de llevar adelante procesos complejos sin experiencia política previa, y la presencia necesaria de los resortes del poder local y provincial –no necesariamente vinculado a las instituciones-.

Lo cierto es que el régimen constitucional del 78 fue enfocado desde sus inicios por cuadros formados en los años finales del franquismo. Era necesario llevar adelante esta hoja de ruta y desactivar buena parte de los peligros. Contrariamente a lo que cabe suponer, el período entre 1975 y 1982 se caracterizó más por ser una etapa de desmovilización que lo contrario. Los procesos de ‘ruptura democrática’ no eran los únicos en aquellos años que preocupaban. Uno de los pilares del régimen, el Ejército, tenía entre sus filas a mandos que de manera muy difícil entendían lo que significaba la homologación democrática occidental. Algunos la acataban. Otros hacían declaraciones altisonantes. Pero era algo para lo que muchos no se encontraban preparados. Podemos discutir si el proceso de ‘involución’ fue de mayor o menor peligro que el de desborde ‘revolucionario’, pero desde luego la asonada militar se había convertido en estos años en una especie de ‘espada de Damocles’ permanente. El 23F fue una de sus expresiones.

EL SECRETARIO GENERAL DE ALIANZA POPULAR, MANUEL FRAGA IRIBARNE, SALUDA AL PRESIDENTE DEL GOBIERNO, ADOLFO SUÁREZ, DESPUÉS DE LA FIRMA DEL DOCUMENTO ECONÓMICO EN EL PALACIO DE LA MONCLOA

Baqueteado por todos los lados, muchas veces sin red, dando palos de ciego en torno al proceso de construcción democrática, el camino de UCD se encontró marcado por su origen en torno a la diversidad de familias políticas. Una de las cuestiones más relevantes es que no fue capaz de encontrar argamasa política para aglutinarlas más allá de la referencia al líder. ¿O nunca se quiso realmente? Suárez: principio y fin. UCD era el referente de estabilidad al que buena parte de esta sociedad –que tenía un pasado, cabe recordar- se agarraba. Era lo que dotaba de seguridad al cambio realizado. Indispensable sí, pero también condenado a quemarse en beneficio del bien colectivo. Tras aprobar la Constitución y desarrollar buena parte de su articulado en una primera e incipiente estructura de Estado, su función había acabado. Así se entendió no sólo por buena parte de los votantes sino también por los protagonistas. Algunos acabaron siguiendo a su líder, caído en desgracia por intentar llevar adelante su propia propuesta, distinta parcialmente de la que le habían encomendado; otros desembarcaron en masa en la constantemente pretendida ‘mayoría natural’ de Manuel Fraga. UCD se disolvió en poco tiempo. Menos del que había costado crearla.
¿Fue un sueño? ¿Existió la UCD como tal partido o resulta indispensable su presencia para que encaje el relato que nos han contado durante décadas? Detrás del origen de esta democracia tenemos una intencionada anulación del pasado asumida por numerosos sectores. Borrón y cuenta nueva con la Ley de Amnistía. En el fondo se continúa con otra imagen el imaginario franquista respecto del pasado: la democracia republicana se anula para no que interfiera en el presente. El lustro republicano se traduce como desorden y se sustituye por la palabra mágica de las sociedades occidentales tras la Segunda Guerra Mundial: ‘consenso’. No se puede esperar más tiempo a vernos reflejados en las pupilas de Clío. Ya hemos llegado tarde a la explicación de la Segunda República, de la Guerra Civil y a punto de no ser capaces de explicar en su enorme paleta de colores el franquismo. Cuarenta años después de la muerte de Franco, comienzan a asomar nuevas interpretaciones del proceso de la llegada de la democracia a España. Que nos harán pensar. Que intentarán remover conciencias de aquellos que lo vivieron y también de los que no. En busca del debate. Del diálogo.

Emilio Grandío Seoane
Departamento de Historia Contemporánea e de América. Universidade de Santiago de Compostela

Artículo publicado originalmente en Beerderberg.